Amor del bueno

Foto: Desconocido

De todas las partes del pollo mis abuelos preferían la pechuga. Las dos niñas de la casa eran las primeras a las que se les servía y como nos gustaba el muslo esa era nuestra posta. Todo estuvo siempre bien repartido, todo en familia alcanza, aunque no sea mucho, cuando cada uno de sus miembros importa.

Las niñas crecieron y si sus novios llegaban a la hora de la comida, se les hacía un espacio. La abuela servía y les ponía la pechuga. Solo después de ser madre pude comprender aquella actitud. Solo después, cuando algún invitado de mis hijos se sumaba, y le ponía en el plato siempre –para que ellos quedaran bien– la mejor parte de lo que había.

El ejemplo es solo uno de los miles que pueden listar la conducta de las madres, movida por esa misión natural que no precisa de más ejercicio que el amor, como espléndida provisión de todo lo que se tiene.

El amor de madre atiza el pecho donde vive el ser que ha traído al mundo. Con tal que el hijo burle el fracaso, retaría a colosos sin más arma que ella misma. Aun sabiéndolo en buenas manos, se aleja abatida cuando debe dejar al pequeño que aún no se adapta a otros cuidados; sentirá llenura cuando el hijo vacíe el plato y si él no quiso comer, estará famélica aunque haya comido. Podría pasar noches enteras –meses, años– velando una fiebre oportunista o aguantando un bracito que alimenta un suero medicinal para que la aguja no se le vaya de vena. En ella caben todos los miedos del mundo.

Con solo rozarlo sabrá si no es normal su temperatura. Mirarlo bastará para decir cómo andan las cosas con ese que estando afuera sigue palpitando en sus honduras. De la tanta emoción sentirá en la garganta un calor denso, o una presión en los oídos, si lo ve actuar en un dramatizado, y puede que pierda por momentos el rumbo si una llamada telefónica le avisa que algo imprevisto con él ha sucedido.

Volverá a los libros de antaño para apoyarlo en las tareas o pedirá ayuda a los letrados. El dilema del niño será su dilema. Celebrará en su triunfo; en el chasco, será almohada. Cargará desde lejos con un refresco obsequiado pensando en lo mucho que le gusta al hijo.

Se privará de un vestido hermoso para concederle caprichos y aunque a veces exagere, solo sigue su instinto. Procurará que tenga tino y mesura, que no exceda los límites, que se dé a respetar, que sea aceptado. Andará mal cuando un plan se le frustre, porque estando él en aprietos, para ella no habrá paz. 

Suponiendo la discordia tendrá muchas veces que decirle el No que otros afirmarían, porque el Sí esperado carga un peligro que los ojos adolescentes no verían. Ser la mejor amiga del retoño no es dar luz verde a toda cuesta, sino, cuando es preciso, disuadir, aplacar, vedar.

Molesto ante el atisbo, hasta puede indisponerse con la que hoy obstaculiza alguna ilusión incierta. Mas ella, sosteniendo su postura, sufrirá más al saber que destruye –aunque por su bien– el coste de un sueño.

Como dijo el poeta, nunca es más de uno el hijo que cuando hay que sentenciarlo. El castigo materno es amor del bueno si se siente que al imponerlo la mano inflexible llega a doler. No hay ley humana ni divina que avale desconciertos entre dos seres con tal ligadura.

La adultez del hijo no aplacará su amor. La cautela, lejos de paliarse, aumenta. Así son las madres buenas, así es ese ser que no pega un ojo hasta que él llega. Y si ligeramente se ha dormido, solo la rendirá el cansancio cuando al fin sienta ese ruido inconfundible de la llave al pasar la cerradura.

Etiquetas
Categoría
Eventos