Apenas seis meses más viejo que Fidel Castro, Antonio del Conde tiene una memoria envidiable, puesta a prueba cuando habla de la expedición que salió de Tuxpan hacia Cuba en un yate de él.
Pocos lo conocen por su nombre de pila o su apodo de Tony, pero cuando se menciona a El Cuate todo el mundo lo relaciona inmediatamente con Fidel, Raúl y los expedicionarios del yate Granma, el cual compró con su dinero a un matrimonio norteamericano que lo habían abandonado a orillas del río Tuxpan, en Veracruz, destrozado por un ciclón.
La historia, que la ha contado cientos de veces desde el 25 de noviembre de 1956 cuando el yate zarpó hacia las costas orientales cubanas con 82 expedicionarios, aunque su capacidad era solo para 12 personas, parece tan nueva y fresca que el rostro de barba y cabello cano de El Cuate da sensación de un rejuvenecimiento asombroso cuando habla de aquel día y menciona persistentemente a Fidel.
El Salón Che Guevara de la embajada cubana en México está atestada porque todos quieren celebrar el 93 cumpleaños del líder inmortal, y El Cuate brilla iluminado por sus recuerdos tan arraigados en su cerebro y más en su alma.
Habla de todo, cuando conoció a Fidel en su tienda de venta de armas, su asombro del conocimiento técnico de las armas que tenía aquel joven de su misma edad y que, sin embargo, no tenía aspecto de militar, y recuerda como si fuera hoy la pregunta que le repitió en tres ocasiones sobre las características de un fusil que pretendía comprar.
Allí nació algo mucho más que una amistad con Fidel hace 64 años, por eso estoy aquí haciendo cada año, cada día, lo que él me dijo entonces cuando dejé de ser Antonio y me convertí en El Cuate, como me puso él:
Revolución, y la seguiré haciendo, dijo de tal forma y emoción que los presentes se pusieron de pie y lo ovacionaron como si lo arroparan con el aplauso.
Contó montones de anécdotas más y mientras más hablaba más distantes quedaban sus años actuales porque su narración obligaba a trasladarse al México de entonces, al de la casa de María Antonia en la calle José de Emperán 49 donde se conocieron Fidel y el Che, cuando él era un joven comerciante, técnico armero, asesor industrial, militar, piloto civil, editor, empresario y mucho más.
Quizás ese atomizado currículo en un hombre tan joven llamó la atención de Fidel cuando el grupo de revolucionarios preparaba el desembarco y les fallaban sus planes, como el adquirir una embarcación para la travesía hasta Cuba.
Fidel se había enterado de la adquisición del Granma y le pidió a El Cuate ponerla a disposición de la causa a lo cual el mexicano accedió.
Pero Fidel -cuenta rememorando aquel momento- era un conspirador por excelencia y le pregunta a Chucho Reyes, uno de los futuros expedicionarios, ¿garantizas con tu vida que El Cuate no va a fallar?. Chucho le respondió que sí.
Yo no le fallé, ni le voy a fallar jamás, dijo con energía, como si los años no hubiesen pasado, y de nuevo el auditorio abandonó sus sillas y tributó un sonoro aplauso.
Es posible que se emocionara mucho con la reacción espontánea de quienes le escuchaban, pero no lo dio a entender mucho, excepto si se le miraban los ojos en ese momento. Él sabe que toda la gloria cabe en un grano de maíz y es fiel a esa afirmación, además de manera categórica.
Los anfitriones lo invitaron a cortar la torta decorada con los colores de la bandera cubana y una simple inscripción en letras cursivas: 93 aniversario. Tomó el cuchillo, y antes de hundirlo en el pastel dijo, como susurrando, más para sí que para quienes lo rodeaban:
'Todos éramos fidelistas. Todos éramos sus discípulos. Todavía lo somos'.
Por Luis Manuel Arce Isaac