Por: Yunier Javier Sifonte Díaz
18 noviembre 2020 | 48 |
Luego de casi una década en guerra, Máximo Gómez recibió el primer día de 1878 lleno de incertidumbres. En los campos de Cuba la desunión entre los mambises hace crecer la fuerza del ejército español, mientras en la emigración apenas se habla de independencia. Incluso en lo interior de su alma, menos de 24 horas antes él mismo se ha cuestionado si no es ya la hora de envainar el machete. Tiene entonces 41 años.
Como tantos otros mambises, luego del fin de la Guerra Grande el General Gómez salió de Cuba y emprendió el rumbo por distintos países de Centroamérica y El Caribe. Aun con la pasión por la libertad a flor de piel, ¿qué ocurrió con él en esas casi dos décadas? ¿Cuáles claves deja la vida de un hombre que es ejemplo de consagración y humildad? ¿Cómo vivió la Tregua Fecunda uno de los generales mambises más grandes de la historia de América?
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Aunque no los aprueba, frente a cada hecho sostiene un dogma que lo acompañará siempre: no se inmiscuirá en los asuntos de Cuba. Es un soldado que brinda servicios a la libertad, no un político para negociarla.
Así, en febrero conoce sobre la disolución de la Cámara y el nombramiento de un Comité para pactar el fin de las hostilidades. Minutos antes, el Presidente de la República en Armas, Vicente García, se ha reunido con el General español Arsenio Martínez Campos y ambos liman las últimas asperezas. Pasan 72 horas y ya está firmado el Pacto del Zanjón. Tras diez años de duro batallar, Cuba ni es libre ni celebra el fin de la esclavitud.
Máximo no quiere salir del país sin antes ver a sus compañeros de la región oriental y explicarles personalmente su situación. Parte por mar desde Santa Cruz del Sur y tras una breve pausa en Manzanillo atraca en Santiago de Cuba. La multitud se agolpa para conocer al General invicto, pero él prefiere la quietud de la nave. “Estoy contemplando con profundo pesar —escribe en su diario— una masa de ocho mil jóvenes cubanos que no se han atrevido a empuñar las armas para libertar su país”.
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Desde enero de ese año, Bernarda Toro y tres de sus hijos lo esperan en Jamaica. Allí el Cónsul español les ha propuesto 24 onzas de oro, pero la esposa las rechaza con dignidad. El 11 de marzo por fin se reencuentra toda la familia, aunque buena parte de la emigración señala a Gómez como uno de los artífices del fin de la guerra y pocos le tienden la mano.
A mediados de marzo arrienda “un pedazo de monte” y allí levanta su rancho. La situación económica no les favorece y el 15 de abril escribe en su diario una frase impactante: “nos estamos manteniendo casi con mangos”. Mientras trabaja de día, en las noches intenta escribir un folleto para ganar algún dinero, pero apenas puede comprar papel. Aun así, tiene la conciencia tranquila por no depender del oro español.
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Los próximos meses dejan una cierta calma en la vida del mambí, aunque todavía debe traer desde Kingston a Manana y a los hijos. Comparte sus días entre los trabajos militares y los intentos por emprender algún negocio, pero el éxito sigue sin favorecerlo. Viaja a Jamaica y a inicios de 1881 por fin está de regreso en Honduras con toda la familia. A mediados de ese año recibe otra alegría: ha convencido al General Maceo para que también se radique en Honduras.
Discípulo y maestro comparten los días de la emigración y hablan una y otra vez de Cuba, pero ambos saben cuántas voluntades faltan todavía por aunar para no repetir los errores del pasado En medio de esos avatares, de la muerte de uno de sus hijos y de la enfermedad de la esposa, en 1882 Gómez recibe una carta que lo llena de luz. Tiene ante sí un papel firmado por un José Martí de 29 años.
“El aborrecimiento en que tengo las palabras que no van acompañadas de actos —comienza la misiva—, y el miedo de parecer un agitador vulgar, habrán hecho, sin duda, que Ud. ignore el nombre de quien con placer y afecto le escribe esta carta”. Las palabras parecen pulsaciones sobre el papel. Es una caligrafía ágil, como de quien nunca se está quieto. Gómez afina la mirada: “La honradez de Ud., General, me parece igual a su discreción y a su bravura. Esto explica esta carta”.
El texto lo conmina y lo elogia: “Porque Ud. sabe, General, que mover un país, por pequeño que sea, es obra de gigantes. Y quien no se sienta gigante de amor, o de valor, o de pensamiento, o de paciencia, no debe emprenderla”. Martí le cuenta de proyectos y temores, como los de la desunión o el anexionismo, pero a la vez le habla sobre un pueblo que “vuelve los ojos confiados a aquel grupo escaso de hombres que ha merecido su respeto y asombro por su lealtad y valor”. Quiere su consejo y a la vez su apoyo.
Antes de terminar, una última pregunta: “¿Cómo puede ser que Ud., que está hecho a hacerlo, no venga con toda su valía a esta nueva obra?” Gómez leyó aquellos pliegos con atención y los guardó con cuidado. A algunos kilómetros de allí, Maceo también recibió una carta similar. La respuesta del héroe de Baraguá vale para ambos: “Mi espada y mi aliento —le dice a Martí— están al servicio de Cuba”. Poco a poco vuelven a prender las chispas de la libertad.
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Tomado de Cubadebate
http://www.cubadebate.cu/especiales/2020/11/18/maximo-gomez-humilde-sere-feliz/#.X7Wf1VVKjIU