Por: Mario Cremata Ferran
Publicado originalmente el 17 de septiembre de 2020
Se dice que fue Horacio, el poeta romano, quien acuñó la locución “carpe diem”, que viene a ser algo así como “aprovecha el momento”. A ello se consagró Eusebio Leal, luego de vencer el desafío que supone lo ignoto.
Para consolidar el bagaje cultural que nos asombra debió, como reconoce, “atravesar el desierto del Sahara que supone comenzar un libro, hasta que uno empieza a escuchar, en el silencio de la lectura, una voz, escogida por nosotros y sintonizada en nuestro propio radio interior; una voz, siempre la misma, que nos cuenta la historia que estamos leyendo. Ya no son solamente los ojos y la letra; es una voz interior. Y cuando termina un capítulo, o cuando se llega al libro ilustrado, es como quien arriba de pronto a un puerto seguro y puede descansar.”
En los escasos momentos de reposo que le dejaba su tarea como artífice de la gesta rehabilitadora del Centro Histórico, se bebió los más disímiles episodios de la Revolución Francesa, lloró y soñó con “Los miserables” de Víctor Hugo, y se entusiasmó al conocer pormenores del auge y decadencia del imperio napoleónico.
Providencial resultó “Bomarzo”, del argentino Manuel Mujica Láinez, quien nació, como él, un 11 de septiembre. En ese fresco de la Italia y sobre todo de la nobleza del siglo XVI, que tiene como eje al duque Pier Francesco Orsini, se funde el realismo con aquello que nuestro Alejo Carpentier denominaría “lo real maravilloso”.
Eusebio consideraba la novela histórica como un canto a la ilusión donde siglos y tipos humanos se concatenan. No me caben dudas de que existió en él una vocación marcada por la antigüedad clásica y la prolijidad renacentista. Ello lo convertiría en una rara avis, una especie de sujeto intemporal. En palabras de Flaubert: alguien que sintió como propia la melancolía del mundo antiguo.
Eso sí: vivió su época sin sentirse fugitivo de ninguna otra. Ni siquiera de un periodo apasionante para la Historia de Cuba como lo es el siglo XIX. De hecho, si se le interrogaba sobre este particular, solía especular qué habría sido de él si de pronto hubiese nacido esclavo en un barracón, o peor aún, si no hubiera tenido el arrojo para levantarse en armas contra la metrópoli española.
De nuestra saga libertaria me confesó que cada cierto tiempo le gustaba volver a José Luciano Franco y José Miró Argenter, a las “Memorias de la guerra” del general Loynaz del Castillo, a Raúl Aparicio y su “Hombradía de Antonio Maceo”…
Y claro que, como cespediano mayor, tendrá entre sus mayores asideros al Padre de la Patria, piedra angular del arco en el cual se sostiene la cubanía. Desde los tres tomos de “Carlos Manuel de Céspedes. Escritos”, de Hortensia Pichardo y Fernando Portuondo, pasando por la compilación de ensayos que Rafael Acosta de Arriba tituló “Los silencios quebrados de San Lorenzo”, hasta llegar a “El camino de la desobediencia”, la admirable novela del joven bayamés Evelio Traba.
Sin embargo, será el “Diario perdido” que él rescató, interpretó e hizo trascender, su mejor instrumento para la defensa de la unidad de la nación, puesto que contiene los apuntes y reflexiones del iniciador en un periodo particularmente dramático de su trayectoria personal y como hombre público: los tres meses que precedieron a su deposición como presidente de la República en Armas, y la infamia que condujo a su reclusión en San Lorenzo, donde el 27 de febrero de 1874, víctima de una emboscada, su cuerpo herido de muerte se despeñó por un barranco.
Siempre subjetivo y desacralizador de los procesos históricos, en su lucha por la integralidad, por no obviar los acentos, a través de la lectura, tanto de las obras literarias o científicas como de los documentos que han sido eje de su existencia, defendió que era preciso explicarlo todo sin omisiones, pues la manipulación y el silencio solo generan decadencia.
Eusebio Leal vivió también los avatares de otros próceres del firmamento americano, padeció sus angustias y quebrantos… Se imaginó parapetado en el balconcillo por donde pudo escapar de una celada Simón Bolívar, en aquella noche decisiva que Indalecio Liévano Aguirre describe de modo magistral.
Del austriaco Stefan Zweig admiró el estilo literario, la soltura narrativa de relatos biográficos como “Fouché” y “María Antonieta”, así como los que describen las peripecias de los navegantes y conquistadores Vespucio y Magallanes.
El Padre Las Casas se convirtió para él en emblema de hidalguía, tras la lectura de la “Brevísima relación de la destrucción de las Indias”, donde el fraile dominico dio cuenta del exterminio que sufrieron los aborígenes que poblaban el archipiélago. Sobrecogido, el historiador en ciernes sintió en carne propia el martirio de sus ancestros, criaturas indefensas que poco sobrevivieron al yugo del coloniaje.
Salvando las distancias, heredera de esa misma denuncia puede considerarse “Visión de los vencidos”, de Miguel León Portilla, tratado antropológico y cultural que aborda episodios de la conquista de México y enaltece las culturas indoamericanas, volumen que marcó el inicio de un nuevo tipo de historiografía y que él reverenció.
De igual modo, leyó incansablemente a los del Siglo de Oro español. También a Heredia, a la Avellaneda, al presbítero Félix Varela y sus “Cartas a Elpidio”, convencido de que no hay patria sin virtud ni virtud con impiedad.
Valoró en alto grado las apreciaciones del sabio ilustrado Barón de Humboldt en su “Ensayo político sobre la Isla de Cuba”; de naturalistas como Ramón de la Sagra y su primorosamente ilustrada “Historia física, política y natural de la Isla de Cuba”, y las narraciones autobiográficas de la Condesa de Merlín y de Fredrika Bremer.
Fundamentales para la comprensión de otras aristas de la ciudad que durante cinco décadas ayudó a respirar, resultaron el célebre ensayo carpenteriano “La ciudad de las columnas”, y los tratados de Lezama sobre la insularidad desde un enfoque sentimental que permitiera justipreciar esa “cultura de litoral”.
En otro sentido, tan distintas la una y la otra, Dulce María Loynaz y Fina García-Marruz constituyeron damas tutelares, con ese lenguaje castizo y metafórico que se abraza para entregarnos obras de una solidez a prueba del tiempo. El complemento serán las tertulias, diálogo frecuente y solo interrumpido por el fallecimiento de la primera y la avanzada edad de la segunda.
También sobresalieron en su arcón personal el manifiesto de la eticidad cubana que preparó Cintio Vitier, inspirado en la frase de un apotegma de Luz y Caballero: “Ese sol del mundo moral”. Y, desde luego, “Cimarrón”, de Miguel Barnet, apasionante testimonio del longevo ex esclavo y mambí Esteban Montejo, texto que le proveyó ese escaso deleite de dejarse arrastrar, de un tirón, hasta el final.
En esta radiografía inconclusa, casi al vuelo, no podría dejar de mencionar a manera de corolario el hecho de que, como cristiano de ley y poseedor de una visión ecumenista de la religión, la “Biblia” fue una presencia indeleble.
Al final, los libros siempre le evocaron la inmortalidad, porque vidas y hombres se prolongaban más allá de sus páginas. Por eso no se conformó, también quiso dominar la vida de los autores, circunstancia que podía encerrar la clave de la obra en cuestión. Y esa otra inquietud lo arrastraba hacia nuevas lecturas, lo cual asumió como un deber irrenunciable.
La angustia filosófica de Eusebio Leal no fue otra que la búsqueda de la verdad, de lo razonable, del sentido común de las cosas. “Y es que el conocimiento no se adquiere sino leyendo y estudiando. Alguien afirmó que el hombre es lo que leyó; yo mismo fui los libros que leí. Pero también es importante señalar que la cultura es lo que queda en nosotros cuando ya hemos olvidado lo que leímos una vez en los libros”, dijo una vez.
Muchas de las claves que manejó para uso propio se fueron con él y se ciñen hoy a su espectro, casi como una posesión intransferible. Pero no existe mejor legado que su propia vida. Ella nos demuestra que el verdadero patrimonio es la sabiduría, esa que coadyuva a descifrar los misterios del universo, a enfrentar los más terribles desafíos con serenidad, mano fría y corazón caliente.
Tomado de: https://www.facebook.com/mario.cremataferran.3
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