A dos años del fallecimiento del Comandante en Jefe de la Revolución, reproducimos la Introducción de Cien horas con Fidel, Conversaciones con Ignacio Ramonet, larga entrevista cuyo título inicial fue biografía a dos voces, publicado en 2006, y reeditado varias veces.
Por IGNACIO RAMONET
Daban las dos de la madrugada y llevábamos horas conversando. Nos hallábamos en su despacho personal. Una pieza austera, amplia, de techo alto, con grandes ventanales cubiertos por cortinas de color claro que dan a una gran terraza desde donde se divisa una avenida principal de La Habana. Una inmensa biblioteca al fondo y una larga, maciza mesa de trabajo repleta de libros y de documentos. Todo muy ordenado.
Dispuestas en las estanterías o sobre mesitas a ambos extremos de un sofá: una figura en bronce y un busto del “Apóstol” José Martí, así como una estatua de Simón Bolívar, otra de Sucre y un busto de Abraham Lincoln. En un rincón, realizada con alambre, una escultura del Quijote a lomos de Rocinante.
Y en las paredes, además de un gran retrato al óleo de Camilo Cienfuegos, uno de sus principales lugartenientes en la Sierra Maestra, sólo otros tres marcos: una carta autógrafa de Bolívar, una foto dedicada de Hemingtvay exhibiendo un enorme pez espada (“Al Dr Fidel Castro, que clave uno como éste en el pozo de Cojímar. Con la amistad de Ernest Hemingway.”), y un retrato fotográfico de su padre, don Ángel, llegado a Cuba de su lejana Galicia hacia 1895.
Sentado frente a mí, alto, corpulento, con la barba ya casi blanca y su uniforme verde olivo de siempre, y sin un asomo de cansancio pese a la hora tardía, Fidel contestaba con calma. A. veces en voz tan baja, como susurrada, que apenas lo alcanzaba a oír. Estábamos a fínales de enero de 2003 y empezaba la primera serie de nuestras largas conversaciones que me harían regresar de nuevo a Cuba varias veces los meses siguientes, y hasta diciembre de 2005.
La idea de este diálogo había surgido un año antes, en febrero de 2002. Yo había venido, a La Habana a dar una conferencia en el marco de la Feria del Libro. También estaba Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía 2001. Fidel me lo presentó diciendo: “Es economista y norteamericano, pero es lo más radical que he visto jamás. A su lado, yo soy un moderado.”
Nos pusimos a hablar de la globalización neoliberal y del Foro Social Mundial de Porto Alegre del que yo acababa de llegar. Quiso saberlo todo, los temas en debate, los seminarios, los participantes, las perspectivas… Expresó su admiración por el movimiento altermundialista: “Se ha levantado una nueva generación de rebeldes, muchos de ellos norteamericanos. Que utilizan formas nuevas, métodos distintos de protestar. Y que están haciendo temblar a los amos del mundo. Las ideas son más importantes que las armas. Menos la violencia, todos los argumentos deben emplearse para enfrentar la globalización.”
Como siempre, a Fidel le salían ideas a borbotones. Tenía una visión mundial. Analizaba la globalización, sus consecuencias y la manera de enfrentarlas, con argumentos de una modernidad y de una astucia que ponían de relieve esas cualidades que muchos biógrafos han subrayado en él: su sentido de la estrategia, su capacidad para valorar una situación concreta y su rapidez de análisis. A todo ello se añadía la experiencia acumulada en tantos años de resistencia y de combate.
Escuchándolo, me pareció injusto que las nuevas generaciones no conocieran mejor su trayectoria, y que, víctimas inconscientes de la constante propaganda contra Cuba, tantos amigos comprometidos con el movimiento altermundialista, sobre todo los más jóvenes, en Europa, lo consideren a veces sólo como un hombre de la guerra fría, un dirigente de una etapa superada de la historia contemporánea y que poco puede aportar a las luchas del siglo xxi.
Para muchos, y en el seno mismo de la izquierda, el régimen de La Habana suscita hoy recelos, críticas y oposiciones. Y aunque la Revolución Cubana sigue promoviendo entusiasmos, es un tema que fragmenta y divide. Cada vez resulta más difícil encontrar a alguien –a favor o en contra de Cuba – que, a la hora de hacer un balance, dé una opinión serena y desapasionada.
Yo acababa de publicar un breve libro de conversaciones con el subcomandante Marcos, el héroe romántico y galáctico de los zapatistas mexicanos. Fidel lo había leído y le había interesado. Le propuse al comandante cubano hacer algo parecido con él, pero de mayor amplitud. Él no ha escrito sus memorias, y es casi seguro que, por falta de tiempo, ya no las redactará. Sería pues una suerte de “biografía a dos voces”, un testamento político, un balance de su vida hecho por él mismo al alcanzar los casi 80 años, y cuando se ha cumplido medio siglo desde aquel ataque al cuartel Moneada de Santiago de Cuba, en 1953, donde, en cierta medida, empezó su epopeya pública.
Pocos hombres han conocido la gloría de entrar vivos en la historia y en la leyenda. Fidel es uno de ellos. Es el último “monstruo sagrado” de la política internacional. Pertenece a esa generación de insurgentes míticos –Nelson Mándela, Ho Chi Minh, Patricio Lumumba, Amílcar Cabral, Che Guevara, Carlos Marighela, Camilo Torres, Turcios Lima, Mehdi Ben Barka– quienes, persiguiendo un ideal de justicia, se lanzaron en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial a la acción política con la ambición y la esperanza de cambiar un mundo de desigualdades y de discriminaciones, marcado por el comienzo de la guerra fría entre la Unión Soviética y los Estados Unidos. Como miles de intelectuales y de progresistas a través del mundo, y entre ellos hasta los más inteligentes, esa generación pensaba con sinceridad que el comunismo anunciaba un porvenir radiante, y que la injusticia, el racismo y la pobreza podían ser extirpados de la faz de la Tierra en menos de un decenio.
En aquella época, en Vietnam, en Argelia, en Guinea-Bissau, en más de medio planeta se sublevaban los pueblos oprimidos. La humanidad aún estaba entonces, en gran parte, sometida a la infamia de la colonización. Casi toda África y buena porción de Asia seguían dominadas, avasalladas por los viejos imperios occidentales. Mientras, las naciones de América Latina, en teoría independientes desde hacía siglo y medio, permanecían despotizadas por minorías privilegiadas, y a menudo sojuzgadas por crueles dictadores (Batista en Cuba, Trujillo en República Dominicana, Duvalier en Haití, Somoza en Nicaragua, Stroessner en Paraguay…), amparados por Washington.
Fidel escuchó mi propuesta con una sonrisa leve, como medio divertido. Me miró con ojos penetrantes y maliciosos, y me preguntó con ironía: “¿De verdad quiere usted perder su tiempo charlando conmigo? ¿No tiene cosas más importantes que hacer?” Por supuesto, le contesté que no. Decenas de periodistas de todo el mundo, y entre ellos los más célebres, llevan años esperando la oportunidad de conversar con él. Para un profesional de la prensa, ¿qué entrevista más importante puede haber que el diálogo con una de las personalidades históricas más significativas de la segunda mitad del siglo xx y de lo que va de este?
¿No es acaso Fidel Castro el jefe de Estado que más tiempo lleva ejerciendo su cargo? Ha tenido que lidiar nada menos que con diez presidentes estadounidenses (Eisenhower, Kennedy, Johnson, Nixon, Ford, Cárter, Reagan, Bush padre, Clintony Bush hijo). Tuvo relaciones con algunos de los principales líderes que marcaron la marcha del mundo después de 1945 (Nehru, Nasser, Tito, Jruschov, Olof Palme, Ben Bella, Boumedienne, Arafat, Indira Gandhi, Salvador Allende, Brezhncv, Gorbachov, Mitterrand, Jiang Zemin, Juan Pablo II, el rey Juan Carlos, et al). Y ha conocido a algunos de los principales intelectuales y artistas de nuestro tiempo (Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Hemingway, Graham Greene, Arthur Miller, Pablo Neruda, Jorge Amado, Oswaldo Guayasamín, Henri Cartier-Bresson, Julio Cortázar, José Saramago, Gabriel García Márquez, Eduardo Gaicano, Oliver Stone, Noam Chomskyy muchísimos otros).
Bajo su dirección, su pequeño país (poco más de 100.000 kilómetros cuadrados y de 11 millones de habitantes) ha podido conducir una política de gran potencia a escala mundial, llegando incluso a echarle un pulso a Estados Unidos, cuyos dirigentes no han conseguido derribarlo, ni eliminarlo, ni tan siquiera modificar el rumbo de la Revolución Cubana.
La Tercera Guerra Mundial estuvo a punto de estallar en octubre de 1962 a causa de la actitud del gobierno norteamericano, que protestaba contra la instalación de misiles nucleares soviéticos en Cuba, cuya función era, sobre todo, impedir un desembarco como el de 1961 en Playa Girón (Bahía de Cochinos), realizado esta vez directamente por las fuerzas armadas estadounidenses para derrocar el régimen cubano.
Desde hace más de cuarenta años, Washington le impone a Cuba un devastador embargo comercial y financiero (reforzado en los años 1990 por las leyes Helms-Burton y Torricelli) que obstaculiza su normal desarrollo y contribuye a agravar la difícil situación económica. Con consecuencias trágicas para sus habitantes. Estados Unidos prosigue además una guerra ideológica y mediática permanente contra La Habana a través de las potentes Radio “Martí” y TV “Martí”, instaladas en La Florida para inundar la isla de propaganda como en los peores tiempos de la guerra fría.
Por otra parte, varias organizaciones terroristas hostiles al régimen cubano –Alpha 66 y Omega 7, entre otras– tienen sede en Miami, donde poseen campos de entrenamiento, y desde donde, sin cesar, envían comandos armados a la isla para cometer atentados, con la complicidad pasiva de las autoridades estadounidenses. Cuba es uno de los países que más víctimas han tenido (más de tres mil) y que más ha sufrido del terrorismo en los últimos cuarenta años.
A pesar de un ataque tan persistente por parte de Estados Unidos, incluyendo muchos intentos de atentado contra su vida, después de las odiosas agresiones del 11 de septiembre de 2001 contra Nueva York y Washington Fidel declaró: “Ninguna de esas circunstancias nos condujo jamás a dejar de sentir un profundo dolor por los ataques terroristas del 11 de septiembre contra el pueblo norteamericano. Hemos dicho que cualquiera que sean nuestras relaciones con el gobierno de Washington, nunca saldrá nadie de aquí para cometer un acto de terrorismo en los Estados Unidos.” Y también subrayó: “Que me corten una mano si alguien encuentra aquí una sola frase dirigida a disminuir al pueblo norteamericano. Seríamos una especie de fanáticos ignorantes si fuésemos a echar la culpa al pueblo norteamericano de las diferencias entre ambos gobiernos.”
Como reacción ante las agresiones constantes venidas de afuera, el régimen ha preconizado en el interior del país la unión a ultranza. Ha mantenido el principio del partido único, y ha tenido tendencia a sancionar con severidad las discrepancias, aplicando a su manera el viejo lema de San Ignacio de Loyola: “En una fortaleza asediada, toda disidencia es traición.” Por eso, los informes anuales de la organización Amnistía Internacional critican la actitud de las autoridades en materia de libertades (libertad de expresión, libertad de opinión, libertades políticas)y recuerdan que, en Cuba, hay decenas de “prisioneros de opinión”.
Sea cual fuere el motivo, se trata de una situación que no se justifica. Como tampoco se justifica la aplicación de la pena de muerte, hoy día suprimida en la mayoría de los países desarrollados, con las notables excepciones de Estados Unidos y Japón. Ningún demócrata puede estimar normal la existencia de presos de opinión y el mantenimiento de la pena capital.
Esos informes críticos de Amnistía Internacional no señalan, sin embargo, casos de tortura física en Cuba, de “desapariciones”, de asesinatos políticos, o de manifestaciones reprimidas a golpes por la fuerza pública.
Tampoco se ha registrado ningún levantamiento popular contra el régimen. Ni un solo caso en 46 años de Revolución. Mientras tanto, en algunos Estados próximos, considerados “democráticos” –Guatemala, Honduras, República Dominicana, incluso México y no hablemos de Colombia, por ejemplo – sindicalistas, oponentes, periodistas, sacerdotes, alcaldes, líderes de la sociedad civil siguen siendo asesinados con impunidad, sin que estos crímenes ordinarios susciten excesiva emoción mediática internacional.
A ello habría que añadir, en esos Estados y en la mayoría de los países pobres del mundo, la violación permanente de los derechos económicos, sociales y culturales de millones de ciudadanos; la escandalosa mortalidad infantil, el analfabetismo, los sin techo, los sin trabajo, los sin cuidado sanitario; los mendigos, los niños de la calle, los barrios de chabolas, la droga, la criminalidad y toda clase de delincuencias… Fenómenos desconocidos o casi inexistentes en Cuba. Igual que es inexistente el culto oficial a la personalidad. Aunque la imagen de Fidel está muy presente en la prensa, en la televisión y en las calles, no existe ningún retrato oficial, ni hay estatua, ni moneda, ni avenida, ni edificio, ni monumento dedicado a Fidel Castro ni a ninguno de los líderes vivos de la Revolución.
A pesar del incesante hostigamiento exterior, este pequeño país, apegado a su soberanía, ha obtenido resultados innegables en materia de desarrollo humano: abolición del racismo, emancipación de la mujer, erradicación del analfabetismo, reducción drástica de la mortalidad infantil, elevación del nivel cultural general… En cuestiones de educación, de salud, de investigación médica y de deporte, Cuba ha alcanzado niveles que la sitúan en el grupo de naciones más eficientes.
La diplomacia cubana sigue siendo una de las más activas del mundo. Su régimen, en los años 1960 y 1970, apoyó las guerrillas en muchos países de América Central (El Salvador, Guatemala, Nicaragua) y del Sur (Colombia, Venezuela, Bolivia, Argentina). Sus fuerzas armadas, proyectadas al otro lado del mundo, participaron en campañas militares de gran envergadura, en particular en las guerras de Etiopía y de Angola. La intervención que realizaron en este último país concluyó con la derrota de las divisiones de élite de la República de Sudáfrica, lo cual aceleró de forma indiscutible la caída del régimen racista del apartheid.
La Revolución Cubana, de la cual Fidel Castro es inspirador y líder carismático, sigue siendo, gracias a sus éxitos y a pesar de sus evidentes deficiencias (dificultades económicas, colosal incompetencia burocrática, corrupción a pequeña escala generalizada, penurias, apagones, escasez de transportes, racionamiento, dureza de la vida cotidiana, restricciones de ciertas libertades), una referencia importante para millones de desheredados del planeta. Aquí o allá, en América La tina y en otras partes del mundo, mujeres y hombres protestan, luchan y a veces mueren intentando establecer regímenes inspirados por el modelo social cubano.
¿Qué ocurrirá cuando desaparezca, por causas naturales, el presidente cubano? Es obvio que se producirán cambios, ya que nadie en la estructura de poder (ni en el Estado, ni en el Partido, ni en las Fuerzas Armadas) posee su autoridad. Una autoridad que le confiere su cuádruple carácter de fundador del Estado, de teórico de la Revolución, de jefe militar victorioso y de conductor, desde hace 46 años, de la política de Cuba, a lo que muchos añaden otro rasgo distintivo: su condición de principal crítico y opositor de lo mal hecho.
Algunos analistas vaticinan que, como ocurrió en Europa del Este después de la caída del muro de Berlín, el régimen actual sería muy pronto derrocado. Se equivocan. Es muy poco probable que asistamos en Cuba a una transición semejante a la de Europa Oriental, donde un sistema impuesto desde el exterior y de estado por una parte importante de la población se desmoronó en muy poco tiempo.
Aunque no lo acepten los adversarios de Fidel Castro, la lealtad de la mayoría de los cubanos a la Revolución es una realidad política indiscutible. Y se trata de una lealtad fundamentada en un nacionalismo que, al contrario de lo que ocurrió en los países comunistas del Este europeo, tiene sus raíces en la resistencia histórica contra las ambiciones anexionistas o imperialistas de los Estados Unidos.
Le guste o no a sus detractores, Fidel Castro tiene un lugar reservado en el panteón mundial consagrado a las figuras que con más empeño lucharon por la justicia social y que más solidaridad derrocharon en favor de los oprimidos de la Tierra.
Por todas estas razones –a las que vino a añadirse, en marzo y abril de 2003, mi desacuerdo con las condenas a largas penas de unos 70 disidentes no violentos y el fusilamiento de tres secuestradores de un barco –, me parecía inconcebible que un dirigente de tal envergadura, criticado de modo tan feroz por muchos medios occidentales, no ofreciese su versión personal, su propio testimonio directo sobre ¡os grandes combates que marcaron su existencia, y sobre las luchas en las que sigue enfrascado.
Fidel, que tantos discursos suele pronunciar, ha dado en su vida pocas entrevistas. Y sólo se han publicado cuatro conversaciones largas con él en cincuenta años. Con Gianni Mina –dos –, con Frei Betto y con Tomás Borge. Después de casi un año de espera, me hizo saber que aceptaba mi propuesta y que mantendría conmigo su quinta larga conversación, que al final resultó la más extensa y completa de cuantas ha concedido.
Me preparé a fondo, como para un maratón. Leí o volví a leer decenas de libros, artículos e informes. Consulté con muchos amigos, mejores conocedores que yo del complejo itinerario de la Revolución Cubana, que me sugirieron cuestiones, temas y críticas. A ellos les debo el interés que puedan tener las preguntas planteadas a Fidel Castro en este libro-conversación.
Antes de sentamos a trabajar en la quietud, la penumbra y el silencio de su despacho personal –ya que una parte de las entrevistas se filmaba para un documental– quise conocer un poco mejor, en proximidad, al personaje, descubrirlo en sus quehaceres diarios, en su manejo de los asuntos cotidianos. Hasta entonces sólo había conversado con él en circunstancias breves y muy precisas: con ocasión de reportajes en la isla o algún evento como el ya mencionado de la Feria del Libro de La Habana.
Aceptó la idea, y me invitó a acompañarlo durante varios días en diversos recorridos. Tanto por Cuba (Santiago, Holguín, La Habana) como por el extranjero (Ecuador). En coche, en avión, caminando, almorzando o cenando, conversamos de las noticias del día, de sus experiencias pasadas, de sus preocupaciones presentes… de todos los temas imaginables, y sin grabadora. Yo reconstruiría luego esos diálogos, de memoria, en mis cuadernos.
Descubrí así un Fidel íntimo, casi tímido, bien educado y muy caballeroso, que presta interés a cada interlocutor y habla con sencillez, sin afectación. Con modales y gestos de una cortesía de antaño, siempre atento a los demás, y en particular a sus colaboradores, a sus escoltas, y que nunca emplea una palabra más alta que la otra. Nunca le oí una orden. Pero ejerce una autoridad absoluta en su entorno. Por su aplastante personalidad. Donde está él, sólo se oye una voz: la suya. Él es quien toma todas las decisiones, pequeñas o grandes. Aunque consulta y se muestra muy respetuoso y formal con las autoridades políticas que dirigen el Partido y el Estado, en última instancia las decisiones las tiene que tomar él. No hay nadie, desde la muerte de Che Guevara, en el círculo de poder en el que se mueve, que tenga un calibre intelectual cercano al suyo. En ese sentido da la impresión de ser un hombre solo. Sin amigo íntimo, ni socio intelectual de su talla.
Es un dirigente que vive, por lo que pude apreciar, de manera modesta, casi espartana. Lujo inexistente, mobiliario austero, comida sana y frugal. Hábitos de monje-soldado. Incluso sus enemigos admiten que figura entre los pocos jefes de Estado que no se han aprovechado de sus funciones para enriquecerse. Su jornada de trabajo, siete días a la semana, suele terminar a las 5:00 o las 6:00 de la madrugada, cuando despunta el día. Más de una vez interrumpió nuestra conversación a las 2:00 o las 3:00 de la madrugada porque aún debía, sonriente y cansado, participar en unas “reuniones importantes”… Duerme apenas cuatro horas, y de vez en cuando, una o dos horas más en cualquier momento del día. Pero es también, y se dice menos, un gran madrugador. Viajes, desplazamientos, reuniones, risitas e intervenciones se encadenan sin tregua, a un ritmo intenso. Sus asistentes –todos jóvenes, de unos 30 años, y brillantes – al final de la jornada acaban molidos. Se duermen de pie, agotados, incapaces de seguir el ritmo de ese infatigable mozo de casi ochenta años.
Fidel reclama notas, informes, cables, noticias de la prensa nacional y extranjera, estadísticas, resúmenes de emisiones de televisión o de radio, llamadas telefónicas, opiniones recogidas en constantes encuestas nacionales… De una curiosidad infinita, no cesa de pensar, de cavilar, de animar a su equipo de asesores.
Es el antidogmático por antonomasia. Nada más contrario a él que el dogma, el precepto, la regla, el sistema, la verdad revelada. Es un transgresor instintivo y, aunque parezca obvio decirlo, un rebelde permanente. Siempre alerta, en acción, a la cabeza de un pequeño estado mayor –el grupo que constituyen sus asistentes – librando una batalla nueva. Rehacer la Revolución, otra vez y con constancia. Siempre con ideas, pensando lo impensable, imaginando lo inimaginable. Con un atrevimiento mental espectacular.
Incapaz, en efecto, de concebir una idea que no sea descomunal. Una vez discutido y definido un proyecto, ningún obstáculo lo detiene. Su realización le resulta obvia. “La intendencia seguirá”, decía De Gaulle. Fidel piensa igual. Dicho y hecho. Cree con pasión en lo que está haciendo. Su entusiasmo mueve las voluntades. Como un fenómeno casi de magia, las ideas parecen materializarse ante nosotros; las cosas, los acontecimientos se hacen palpables. Las palabras se convierten en realidades. El carisma debe ser eso.
Fidel Castro es un hombre dotado de una estatura impresionante, de un indiscutible don de gentes, y también de un poderoso encanto personal. Posee una destreza visceral para comunicar con el público. Sabe como nadie captar la atención de un auditorio, mantenerlo subyugado, electrizarlo, entusiasmarlo y provocar tempestades de aplausos durante horas y horas. El escritor Gabriel García Márquez, que lo conoce bien, relata así su modo de dirigirse a las multitudes: “Empieza siempre con voz casi inaudible, con un rumbo incierto, pero aprovecha cualquier destello para ir ganando terreno, palmo a palmo hasta que da una especie de gran zarpazo y se apodera de la audiencia. Es la inspiración, el estado de gracia Uresis tibie y deslumbrante, que sólo niegan quienes no han tenido la gloria de vivirlo. “
Tantas veces descrito, su dominio del arte de la oratoria resulta prodigioso. No me refiero a sus discursos públicos, bien conocidos, sino a una simple conversación de sobremesa. Un torrente de palabras, sencillas, impactantes. Una avalancha verbal que acompaña siempre, ondulando al aire, con la bailarina gestualidad de sus finas manos.
Posee un sentido de la Historia, profundamente anclado en él, y una sensibilidad extrema hacia todo lo que concierne a la identidad nacional. Cita a José Martí, el héroe de la independencia de Cuba, mucho más que a ningún otro personaje de la historia del movimiento socialista u obrero. Martí constituye su principal fuente de inspiración. Lo lee y lo relee. Le fascinan las ciencias, la investigación científica. Le apasiona el progreso médico. Curar a los niños. A todos los niños. Y la realidad es que miles de médicos cubanos se hallan en decenas de países pobres curando a los más humildes. Movido por la compasión humanitaria y la solidaridad internacionalista, su ambición, mil veces repetida, es sembrar salud y saber, medicina y educación por todo el planeta. ¿Sueño quimérico? No en vano su héroe favorito en literatura es don Quijote.
Se ve que es una persona que actúa por aspiraciones nobles en sí mismas, por unos ideales de justicia y equidad. Y que hace pensar en la frase de Che Guevara: “Una gran revolución sólo puede nacer de un gran sentimiento de amor.”
Le gusta la precisión, la exactitud, la puntualidad. A propósito de cualquier tema realiza cálculos aritméticos con una celeridad pasmosa. Con él, nada de aproximaciones. Consigue acordarse del más mínimo detalle. Durante nuestras conversaciones lo acompañaba a menudo el historiador Pedro Álvarez Tabío, quien lo ayuda, si es menester, a precisar algún dato, alguna fecha, algún nombre, alguna circunstancia… A veces la precisión es sobre su propio pasado –”¿A qué hora llegué yo a la granjita Siboney la víspera del ataque al Moncada?”
“A tal hora, Comandante”, responde Pedro –, o sobre cualquier aspecto marginal de un acontecimiento lejano: “¿Cómo se llamaba aquel segundo dirigente del partido comunista de Bolivia que no quería ayudar al Che?” “Fulano”, contesta Pedro. Una segunda memoria al lado de la suya, que ya es portentosa, de una fidelidad inaudita.
Una memoria tan rica que parece impedirle a veces reflexionar de manera sintética. Su pensamiento es arborescente. Todo se encadena. Se ramifica. Todo tiene que ver con todo. Digresiones constantes. Paréntesis permanentes. El desarrollo de un tema le lleva, por asociación de ideas, por recuerdo de tal o cual situación o personaje, a evocar un tema paralelo, y otro, y otro, y otro, alejándose así del tema central. A tal punto que el interlocutor teme, un instante, que haya perdido el hilo. Pero Fidel desanda luego lo andado y vuelve a retomar la idea principal.
En ningún momento, a lo largo de más de cien horas de conversación, Fidel puso un límite cualquiera a las cuestiones que habríamos de abordar. Como intelectual que es, no le teme al debate. Al contrario, lo requiere, lo estimula. Siempre dispuesto a litigar con quien sea. Con argumentos a espuertas. Y con una maestría retórica impresionante. Con gran respeto hacia el otro. Con mucho tacto. Es un discutidor y un polemista temible, culto, a quien solo repugnan la mala fe y el odio.
Si alguna pregunta o algún tema faltan en este libro, ello se debe a mis carencias de entrevistador y jamás a su rechazo de abordar tal o cual aspecto de su larga experiencia política. Como se sabe, algunas conversaciones, debido a la disparidad intelectual entre el que pregunta y el que contesta, son en realidad monólogos. En los que el que pregunta no posee la responsabilidad de tener razón. No se trataba, en estas conversaciones, de polemizar, ni de debatir –el periodista no es un estadista– sino de recoger su versión personal de un itinerario biográfico y político que ya es historia. En ningún instante me pasó por la mente evocar su vida íntima, sentimental, su esposa, sus hijos… Creo que no se deben franquear ciertos límites. Todo hombre público, por célebre que sea, tiene también derecho al perímetro inviolable de su privacidad.
Aquellas largas sesiones de trabajo de 2003 dieron por resultado un primer borrador de este libro. Los meses fueron pasando, sin embargo, y el texto no quedaba listo para la imprenta. Mientras tanto, la vida y los acontecimientos siguieron su curso.
En septiembre de 2004 tuve la oportunidad de regresar a La Habana y de tener otro encuentro con Fidel Castro, que aprovechamos para actualizar y completar algunos temas de nuestras primeras conversaciones. Volví de nuevo a conversar horas con él en 2005, siempre con el deseo común de actualizar y finalizar el libro. Esto, en lo esencial, se ha conseguido, aunque tomamos la decisión conjunta de permitir al entrevistador elaborar notas adicionales al texto de la entrevista para que el lector pueda conocer qué ha ocurrido y cómo han evolucionado algunos de los temas abordados a lo largo de nuestras conversaciones.
El lector deberá tenerlo en cuenta. Sólo me he limitado a insertar esas notas de “puesta al día” en los casos en que resultaban imprescindibles. La caída del muro de Berlín, la desaparición de la Unión Soviética y el fracaso histórico del socialismo autoritario de Estado no parecen haber modificado el sueño de Fidel Castro de instaurar en su país una sociedad de nuevo tipo, menos desigual, más sana y mejor educada, sin privatizaciones ni discriminaciones, con una cultura global integral.
Y su nueva y estrecha alianza con la Venezuela del Presidente Hugo Chávez consolida sus convicciones. En el otoño de su vida, movilizado ahora en defensa de la ecología, del medio ambiente, contra la globalización neoliberal y contra la corrupción interna, sigue en la trinchera, en primera línea, conduciendo la batalla por las ideas en las que cree. Ya las cuales, según parece, nada ni nadie le hará renunciar.