Raúl Roa, intelectual, revolucionario y diplomático cimero de Cuba

Palabras del viceministro de Relaciones Exteriores de Cuba, Abelardo Moreno, en el acto conmemorativo por el 35 aniversario de la desaparición física del Canciller de la Dignidad

Estimadas compañeras y compañeros:

Mucho agradezco que se me haya brindado la oportunidad de hacer uso de la palabra en este acto en conmemoración de los 35 años de la desaparición física del Dr. Raúl Roa García. Me complace que se lleve a cabo en este prestigioso Instituto, que lleva su nombre, y con la presencia de compañeros que también compartieron la vida en el Ministerio con el Dr. Roa, particularmente la Rectora Isabel Allende y la compañera Lourdes Urrutia, quienes desempeñaron durante años labores muy estrechamente vinculadas con el Canciller de la Dignidad. Pero lo que más me complace es ver entre ustedes una pléyade de caras jóvenes que, aunque vivan en un momento histórico diferente, estoy seguro de que beberán de las raíces del ejemplo de ese hombre excepcional.

Hablar ante ustedes es una tarea honrosa y grata. Honrosa, porque me permite trasladarles algunas vivencias sobre una de las figuras cimeras de la vida intelectual y revolucionaria cubana durante cinco décadas. Grata, porque me ha llevado a hurgar en la memoria y a ordenar ideas y recuerdos de aquel que contribuyó de manera decisiva a formarnos a muchos, a toda una generación de diplomáticos de la Revolución, a crear el Ministerio de Relaciones Exteriores como organismo digno de nuestra entonces joven Revolución triunfante y a conformar toda una escuela de política exterior que no sólo dura hasta nuestros días, sino que se proyecta hacia el futuro con luz propia.

Muchos recuerdos han aflorado a mi memoria en estos días sobre aquel que con ese entusiasmo juvenil que mantuvo toda su vida, hablaba y comentaba sobre las novelas de Emilio Salgari y así, a la vez que alimentaba nuestra imaginación y nuestra sed de saber, de leer y de pensar, comenzaba, entre las aventuras del Corsario Negro, de Sandokan y de los Náufragos de la Spitzberg, a imbuirnos de un espíritu de conciencia social que trasvasaba las fronteras nacionales y mordía nuestra curiosidad por tierras, pueblos y culturas lejanas.

Si bien es fácil hablar del Canciller de la Dignidad pues, aunque a veces conscientemente no nos percatemos, está de una forma u otra permanentemente junto a todos los que laboramos hoy en el Ministerio de Relaciones Exteriores, en nuestras tareas más cotidianas y en nuestros empeños más complejos. Sin embargo, es muy difícil –diría que imposible— poder compendiar y aun menos resumir su enorme riqueza de ideas y de enseñanzas y su permanente trayectoria de pensador y hacedor al frente del Ministerio. Porque, para abordar aunque sea de forma somera su labor y recordar al Roa Canciller, es preciso tener presente su doble papel de Canciller y Maestro.

Mucho se ha hablado del Roa del verbo encendido, del Roa que aterrorizaba a los enemigos de la Revolución Cubana en las tribunas internacionales por su respuesta rápida como una centella, incisiva y precisa, del Roa de una fidelidad sin límites a la Revolución y a Fidel, del Roa delgado y menudo, pero con una envidiable valentía en la defensa de los principios.

Pero, creo que no se ha hablado ni escrito suficientemente sobre el Roa que desde dentro del Ministerio forjó, creó, animó y educó. Del Roa que concibió, a la luz del pensamiento y la acción del Comandante en Jefe, una escuela de política exterior basada en la ética permanente, en la profundidad del análisis, en el prestigio de nuestro actuar y sobre todo, en el irrestricto respeto a la voluntad del pueblo cubano, al que siempre reconoció, por su abnegación, ejemplo y resistencia, como el verdadero hacedor de la política exterior de la Revolución triunfante.

Roa nos enseñó a ser polémicos, a pensar con cabeza propia, pues de una buena discusión, decía, siempre surgen la luz y la verdad. Nos enseñó que un diplomático cubano debe ser veraz sobre todas la cosas, debe mantener los principios sobre todo interés. Roa nos enseñó a ser profundos y nos enseñó a ser disciplinados, sin escudarnos en ningún pretexto. Con su rico y pintoresco lenguaje definió más de una vez que en el Ministerio de Relaciones Exteriores no tenían cabida ni la “girovagancia” ni el “palique ambulatorio”, y dejó claro que la Cancillería cubana era un organismo para “gentes de nalgas quietas”.

Roa nos enseñó a hablar. Fue un profundo abogado del aprendizaje de idiomas. Creía, con razón, que no puede haber un diplomático eficiente que no domine lenguas extranjeras, pero lo que es más importante, que no domine su propia lengua. Acicateaba permanente a los funcionarios a mejorar su español, a enriquecerlo, a redactar mejor, a estudiarlo como un instrumento de trabajo de valor inapreciable. Roa decía que la riqueza del castellano nos obligaba a tenerlo siempre en la punta de los dedos y a flor de piel, y él como nadie para manejar nuestra lengua.

Roa nos enseñó que había que ser duro y gentil a la vez. Cortés, pero de un vigor inclaudicable en la defensa de las ideas y los criterios. Recuerdo aquella vez en que en un acto para homenajear a un Viceministro del organismo, hace años fallecido, Roa lo calificó con gráfica precisión como “merengue, pero merengue con púas”, en referencia a la bondad del compañero, pero a la fuerza que emanaba también de sus ideas.

Roa nos enseñó que las tareas de la Revolución están por sobre todas las cosas. Lo recuerdo con su uniforme de miliciano –que siempre le quedaba grande, por cierto— haciendo ejercicios con las milicias del Ministerio, y en el surco, bregando en las tareas agrícolas.

Roa nos enseñó a mirar la vida con optimismo, nos enseñó que el sentido del humor no está reñido con la seriedad del trabajo; alentaba la agudeza en la réplica, el humor en la discusión, la ironía en el debate con el enemigo. Y, aunque es bien difícil lograr lo que su innato talento le otorgara como rasgo natural, creo que ese optimismo a lo largo de los años pasó a ser una característica indeleble de la escuela diplomática cubana.

Roa nos enseñó a mirar el futuro, a siempre pensar en el relevo. Le gustaba, según sus propias palabras rodearse más de jóvenes que de personas de su propia edad y generación. Era un convencido defensor de que había, en todas las esferas del quehacer revolucionario que buscar nuevos valores, que formar la generación de relevo.

Roa nos enseñó a ser cultos. Abogaba incansablemente por que los trabajadores del Ministerio nos adentrásemos en los valores de la cultura universal pero, sobre todo en el estudio y aprendizaje de la historia de nuestra Patria. Insistía en que no puede haber un diplomático eficaz que no tenga un nivel cultural adecuado y que no conozca los suyo propio mejor que lo ajeno.

Roa nos enseñó a ser fieles a la Revolución y a Fidel. Su propia historia de décadas en la lucha antiimperialista, por la justicia social y la verdadera independencia de Cuba lo llevaron a ser un maestro cuya prédica estaba indeleblemente insertada en el propio sentido de su vida. Siempre, ante las decisiones más serias, sus primeras palabras eran: “Hay que ver qué dice Fidel”.

En suma, compañeras y compañeros, tanto se pudiera decir de ese hombre excepcional, que faltan las palabras.

Sin embargo, espero, con esta breve intervención, haber podido trasladarles al menos un atisbo de su rica personalidad y de sus aportes al Ministerio y a la diplomacia cubana. Sirvan su vida y sus enseñanzas como ejemplo para todos y, muy especialmente, para los más jóvenes entre nosotros.

 

Muchas gracias.   

Etiquetas
Categoría
Eventos