Llegué a Cuba el 28 de febrero de 1999. Conocí a Fidel un día muy normal, cuando íbamos del edificio de los albergues hacia el edificio donde quedaban las aulas, y de pronto allí en ese pasillo que también conducía al mar, lleno de palmeras ( que por cierto habían crecido de un día para otro ), se baja de un carro negro ese hombre alto e imponente, pero dulce en su mirada, con una voz suave y está saludando a los compañeros que pasábamos en ese momento; yo lo vi y sin saber mucho de él, me dieron unas ganas de llorar pero de admiración, de una sensación de fuerzas inmensas de quererlo abrazar. Fue tan solo unos minutos.