Fundación de la vida es el acto de nacer. Sumun creador del poder natural, quien nace es eso: creación.
Del pecho de la madre bebe el hijo los primeros colores de la ruta, y empieza a parecerse, a ella, al padre, en lo que hereda inconsciente y en lo que aprende viendo, mientras crece.
Aun así, tiene la historia universal vidas excelsas en que es harto complicado discernir de qué fuentes bebieron el carácter y la resolución.
El acto de nacer es fundación. Dado a luz un domingo 18, en un Bayamo de abril de 1819, el niño Carlos tomó primero, del pecho de ese instante, la savia de lo que significa nacimiento. Solo así se explica la tanta luz de su obra… y explica al fundador.
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Del vientre maternal al ropaje de la seda y el oro de todos sus apellidos, Carlos Manuel Perfecto del Carmen de Céspedes y López del Castillo saltó a la comodidad de su linaje justo 200 años atrás.
Era la villa San Salvador de Bayamo una comarca en despunte, empujada por las familias solventes que ensanchaban sus caudales en el trabajo labriego, de la caña de azúcar y del ganado prominente.
Empoderado de numerosas y extensas propiedades en el valle del Cauto, la línea costera del Guacanayabo y varias zonas del interior entre esta y la Sierra Maestra, el matrimonio que abrazaba al primogénito reproducía el abolengo y las riquezas heredadas desde las dos vertientes ascendientes.
Por el lado del padre bayamés, don Jesús María de Céspedes y Luque, seguía la traza de alcurnia y posesiones el apellido andaluz que llegó a Cuba en el siglo xvii; en tanto por la rama de la madre principeña, doña Francisca de Borja López y Ramírez de Aguilar, continuaba la ralea de grandes dueños agropecuarios con asentamientos en las inmediaciones del suroriente.
Pero como casi siempre ocurre con las influencias decisivas en la forja de un carácter fundador, no basta con el claustro de los muros citadinos, ni el enchape empedrado de las calles, ni el rigor educativo de la mansión y la iglesia para azuzar la mente despierta que necesita encender todos sus motores potenciales.
Para estos propósitos tiene la Naturaleza dotes superiores. Vivir en lo natural del agua que corre, la tierra que se alza en lomas, el pasto, el bosque y los animales salvajes o de crianza, afirma con raíces profundas, en la siquis virgen de un niño rumbo a los cinco años, las representaciones primeras de la plena libertad.
Las ansias de libertad que siendo mozo le ardían por instinto, llegaron con él a Cuba como corceles briosos dispuestos para una causa.
Dice una parte de la historia que por temor y resguardo familiar ante amenazas corsarias; otra, que por robustecer algunas mermas de la fortuna doméstica; lo cierto es que el pequeño Carlitos vivió y bebió del campo el espíritu sano, suelto y formador, que acompañaron –complemento valioso– los mimos de un aya negra, riquísima surtidora de leyendas de monte y de magia.
De vuelta en Bayamo, las distintas escuelas de convento empezaron a sumarle a lo impetuoso la luz de la instrucción. Pronto brilló con fulgor propio, destacando más mientras crecía en tamaño y grado, rumbo a la universidad, a La Habana, a estudios de Derecho que venció en nivel de Bachiller «a claustro pleno» (examen de suficiencia adelantado, riguroso y caro), y luego a Europa…
De allá volvió hombre maduro de cuerpo y pensamiento. Titulado con honores como Abogado del Reino, trajo los méritos mayores hirviéndole en el alma.
El mosaico de experiencias levantiscas que en el Viejo Continente conoció y de los que participó –España, Turquía, Francia, Alemania, Inglaterra, Italia–, labraron en la conciencia cespediana las ventajas enormes que sobre la anquilosada Metrópoli llevaba el auge de las constituciones, los parlamentos, la utopía socialista, los vínculos obreros y otras tantas ideas emancipadoras.
¡Ciudadanos!, les llamó, tal cual el resto, y los convidó a la guerra si entendían que era bandera común aquella empresa por la dignidad humana.
Las ansias de libertad que siendo mozo le ardían por instinto, llegaron con él a Cuba como corceles briosos dispuestos para una causa.
Muy pronto las nobles fundaciones sociales que realizó, la promoción del ajedrez, las sociedades filarmónicas, en el cultivo del arte y en el periodismo, tomaron el curso clandestino del compromiso con un empeño mayor.
Ya se le oía la palabra independencia, a precio de la sospecha, de la cárcel, de los traidores, del posible destierro; hasta que retirado a Manzanillo bajo el amparo de la jurisprudencia y el empuje cultural, las ideas se hicieron causa, el grupo más cercano se hizo Junta, y el concilio de patriotas un alzamiento
inminente, adelantado por factores más profundos que una orden de captura interceptada.
«¿Que un alzamiento es como un encaje, que se borda a la luz hasta que no queda una hebra suelta?» (1). Pues tocó a Céspedes la hora del grito de Independencia o Muerte. Con la proclamación, la libertad otorgada a sus esclavos. No aquella libertad a conveniencia de un contador que ve en mantener hombres una pérdida económica; sino las riendas sueltas que merece el negro como derecho natural, de igual, hermano.
¡Ciudadanos!, les llamó, tal cual el resto, y los convidó a la guerra si entendían que era bandera común aquella empresa por la dignidad humana. Céspedes fue el Padre desde esa propia fecha. La Patria le nació como una hija al fundador.
El capítulo negro de Oscar fusilado, ya muerto cuando van a proponérselo a cambio de su deposición, no hace más que exaltarlo en tal condición, y apurarle en la rabia los méritos de todas sus fundaciones: Presidente iniciador de la República en Armas, General primero del Ejército Libertador, rectitud ante jefes regionales, crítico agudo y pertinente del ejercicio del mando, precursor de la idea de una invasión a Occidente, de la tea incendiaria, paradigma de la táctica guerrera, del examen de armamentos, ejemplar estratega de la defensa de campamentos, pionero del espionaje dentro y fuera del país, de la utilidad del sabotaje en las ciudades, de los talleres militares, de los modos civilizados de conducir la contienda, del activismo diplomático en beligerancia, del necesario vínculo estrecho con América Latina, de un programa-manifiesto en que se fundaría la nación libre…
En la casa grande que era la Revolución, llevaba Céspedes toda la autoridad del Padre. Y cuando los poderes de una Cámara civil creyeron reducirlo al deponerlo del cargo, subió entonces en el escalafón del prestigio moral, sobre los hombros de la tremenda humildad, del sacrificio personal en pos de la unidad, del fin común.
Ascendió tan alto el Padre, que cuando cayó al barranco en San Lorenzo, peleando solo, encontraron al buscarlo no más que el cadáver de la carne.
Traídas las palabras del Martí escrutador, de su retrato en Guáimaro al último disparo del patricio, habría que ver entonces a Céspedes latiendo, suspendido en el espíritu de las guerras siguientes: «Sombra es el hombre, y su palabra como espuma, y la idea es la única realidad» (2).
Fuente: Periódico Granma.