El castigo impune para los terroristas del crimen en Barbados. Su peor castigo, la Revolución en pie.

Corría el mes de octubre de 1976 en su sexto día. Caracas, Venezuela, sede del campeonato juvenil de esgrima centroamericano. El equipo cubano había ganado todas las estocadas, y cuando ya celebraban, por lo alto y en lo alto, allí donde no podían dar pelea, recibieron, del terrorismo despreciable pagado por Estados Unidos, la estocada final, artera, inesperada.

¿Qué pensamientos, qué imágenes, qué sensaciones poblarían sus memorias, minutos antes de la explosión?: ¿La patria añorada? ¿qué planes, qué esperanzas alimentarían las conversaciones antes del desenlace?

Tal vez sonrisas, abrazos, el beso de unos labios que aguardan temblorosos… Acaso en la Isla las miradas delataban quién sabe cuánta ansiedad, anunciando episodios de orgullo materno, del gritar, al recibirlo, «ese es mi hijo campeón».

Pero la frase fue ahogada por la tragedia. En suspenso quedaron las inocentes caricias, el deseo de saltar al cuello del papá, y contarle las cosas que aprendió los días que estuvo fuera. Nunca pudieron decirlo, ni aquellos escucharlos. ¡Cuánta ternura inconclusa! ¡Cuánto anhelo asesinado!

Y allá arriba, a unos 6 000 pies de altura, sobre el mediodía del miércoles de Barbados, Anécdotas, quizá, de la porfía por el oro juvenil acaparado en el centroamericano de esgrima, donde arrasaron. Comenzaba el ciclo olímpico; Moscú en el horizonte de cada uno de los 24 atletas, casi todos menores de 20 años. Cargaban con los sueños de escalar a la gloria a la vuelta de un cuatrienio, pero sus sueños fueron asesinados.

Con el aeropuerto de Barbados todavía a la vista, explotaba y se precipitaba al mar el avión de cubana. Caía la aeronave, a la par que 73 vidas ascendían al altar del recuerdo que levanta la indignación de un pueblo «enérgico y viril».

A ellos, y a las víctimas que les antecedieron, el mismo odio sumaría otros nombres. Entonces fueron 57 cubanos masacrados, y al cabo de la historia, hasta estos días, suman 3 478, todos a cuenta del rencor intolerante Made in USA.

Los autores del crimen de Barbados murieron impunes, premiados, estimulados. Hablaron con descaro, al amparo de las «libertades» que prodiga aquel imperio, paraíso de criminales. ¿Qué diferencia hay entre el golpe de pecho que dijeron entonces: «Pusimos la bomba, ¿y qué?», y la tranquilidad del tirador que ametralló la Embajada cubana en Washington, en abril pasado, cuando afirmó: «le habría disparado al embajador cubano»?

Más allá de las diferencias entre uno y otro suceso, ambos tienen en común el formar parte de las acciones violentas contra la mayor de las Antillas organizadas desde Estados Unidos en las últimas seis décadas,

En el caso del autor del ataque contra la Embajada, un jurado federal lo acusó en julio pasado de cargos por ataque violento contra un funcionario extranjero o local oficial con el uso de un arma mortal; y por herir o dañar deliberadamente los bienes pertenecientes u ocupados por un gobierno extranjero en Estados Unidos.

También fue imputado por el transporte interestatal de un arma de fuego y municiones con la intención de cometer un delito grave; y por usar, portar, blandir y descargar un arma de fuego durante un delito de violencia. Sin embargo, ninguno de los cargos presentados contra el agresor tipifica como terrorismo.

Bucarest, 6 de octubre de 2020

Corría el mes de octubre de 1976 en su sexto día. Caracas, Venezuela, sede del campeonato juvenil de esgrima centroamericano. El equipo cubano había ganado todas las estocadas, y cuando ya celebraban, por lo alto y en lo alto, allí donde no podían dar pelea, recibieron, del terrorismo despreciable pagado por Estados Unidos, la estocada final, artera, inesperada.

¿Qué pensamientos, qué imágenes, qué sensaciones poblarían sus memorias, minutos antes de la explosión?: ¿La patria añorada? ¿qué planes, qué esperanzas alimentarían las conversaciones antes del desenlace?

Tal vez sonrisas, abrazos, el beso de unos labios que aguardan temblorosos… Acaso en la Isla las miradas delataban quién sabe cuánta ansiedad, anunciando episodios de orgullo materno, del gritar, al recibirlo, «ese es mi hijo campeón».

Pero la frase fue ahogada por la tragedia. En suspenso quedaron las inocentes caricias, el deseo de saltar al cuello del papá, y contarle las cosas que aprendió los días que estuvo fuera. Nunca pudieron decirlo, ni aquellos escucharlos. ¡Cuánta ternura inconclusa! ¡Cuánto anhelo asesinado!

Y allá arriba, a unos 6 000 pies de altura, sobre el mediodía del miércoles de Barbados, Anécdotas, quizá, de la porfía por el oro juvenil acaparado en el centroamericano de esgrima, donde arrasaron. Comenzaba el ciclo olímpico; Moscú en el horizonte de cada uno de los 24 atletas, casi todos menores de 20 años. Cargaban con los sueños de escalar a la gloria a la vuelta de un cuatrienio, pero sus sueños fueron asesinados.

Con el aeropuerto de Barbados todavía a la vista, explotaba y se precipitaba al mar el avión de cubana. Caía la aeronave, a la par que 73 vidas ascendían al altar del recuerdo que levanta la indignación de un pueblo «enérgico y viril».

A ellos, y a las víctimas que les antecedieron, el mismo odio sumaría otros nombres. Entonces fueron 57 cubanos masacrados, y al cabo de la historia, hasta estos días, suman 3 478, todos a cuenta del rencor intolerante Made in USA.

Los autores del crimen de Barbados murieron impunes, premiados, estimulados. Hablaron con descaro, al amparo de las «libertades» que prodiga aquel imperio, paraíso de criminales. ¿Qué diferencia hay entre el golpe de pecho que dijeron entonces: «Pusimos la bomba, ¿y qué?», y la tranquilidad del tirador que ametralló la Embajada cubana en Washington, en abril pasado, cuando afirmó: «le habría disparado al embajador cubano»?

Más allá de las diferencias entre uno y otro suceso, ambos tienen en común el formar parte de las acciones violentas contra la mayor de las Antillas organizadas desde Estados Unidos en las últimas seis décadas,

En el caso del autor del ataque contra la Embajada, un jurado federal lo acusó en julio pasado de cargos por ataque violento contra un funcionario extranjero o local oficial con el uso de un arma mortal; y por herir o dañar deliberadamente los bienes pertenecientes u ocupados por un gobierno extranjero en Estados Unidos.

También fue imputado por el transporte interestatal de un arma de fuego y municiones con la intención de cometer un delito grave; y por usar, portar, blandir y descargar un arma de fuego durante un delito de violencia. Sin embargo, ninguno de los cargos presentados contra el agresor tipifica como terrorismo.

Bucarest, 6 de octubre de 2020

Corría el mes de octubre de 1976 en su sexto día. Caracas, Venezuela, sede del campeonato juvenil de esgrima centroamericano. El equipo cubano había ganado todas las estocadas, y cuando ya celebraban, por lo alto y en lo alto, allí donde no podían dar pelea, recibieron, del terrorismo despreciable pagado por Estados Unidos, la estocada final, artera, inesperada.

¿Qué pensamientos, qué imágenes, qué sensaciones poblarían sus memorias, minutos antes de la explosión?: ¿La patria añorada? ¿qué planes, qué esperanzas alimentarían las conversaciones antes del desenlace?

Tal vez sonrisas, abrazos, el beso de unos labios que aguardan temblorosos… Acaso en la Isla las miradas delataban quién sabe cuánta ansiedad, anunciando episodios de orgullo materno, del gritar, al recibirlo, «ese es mi hijo campeón».

Pero la frase fue ahogada por la tragedia. En suspenso quedaron las inocentes caricias, el deseo de saltar al cuello del papá, y contarle las cosas que aprendió los días que estuvo fuera. Nunca pudieron decirlo, ni aquellos escucharlos. ¡Cuánta ternura inconclusa! ¡Cuánto anhelo asesinado!

Y allá arriba, a unos 6 000 pies de altura, sobre el mediodía del miércoles de Barbados, Anécdotas, quizá, de la porfía por el oro juvenil acaparado en el centroamericano de esgrima, donde arrasaron. Comenzaba el ciclo olímpico; Moscú en el horizonte de cada uno de los 24 atletas, casi todos menores de 20 años. Cargaban con los sueños de escalar a la gloria a la vuelta de un cuatrienio, pero sus sueños fueron asesinados.

Con el aeropuerto de Barbados todavía a la vista, explotaba y se precipitaba al mar el avión de cubana. Caía la aeronave, a la par que 73 vidas ascendían al altar del recuerdo que levanta la indignación de un pueblo «enérgico y viril».

A ellos, y a las víctimas que les antecedieron, el mismo odio sumaría otros nombres. Entonces fueron 57 cubanos masacrados, y al cabo de la historia, hasta estos días, suman 3 478, todos a cuenta del rencor intolerante Made in USA.

Los autores del crimen de Barbados murieron impunes, premiados, estimulados. Hablaron con descaro, al amparo de las «libertades» que prodiga aquel imperio, paraíso de criminales. ¿Qué diferencia hay entre el golpe de pecho que dijeron entonces: «Pusimos la bomba, ¿y qué?», y la tranquilidad del tirador que ametralló la Embajada cubana en Washington, en abril pasado, cuando afirmó: «le habría disparado al embajador cubano»?

Más allá de las diferencias entre uno y otro suceso, ambos tienen en común el formar parte de las acciones violentas contra la mayor de las Antillas organizadas desde Estados Unidos en las últimas seis décadas,

En el caso del autor del ataque contra la Embajada, un jurado federal lo acusó en julio pasado de cargos por ataque violento contra un funcionario extranjero o local oficial con el uso de un arma mortal; y por herir o dañar deliberadamente los bienes pertenecientes u ocupados por un gobierno extranjero en Estados Unidos.

También fue imputado por el transporte interestatal de un arma de fuego y municiones con la intención de cometer un delito grave; y por usar, portar, blandir y descargar un arma de fuego durante un delito de violencia. Sin embargo, ninguno de los cargos presentados contra el agresor tipifica como terrorismo.

Bucarest, 6 de octubre de 2020

Corría el mes de octubre de 1976 en su sexto día. Caracas, Venezuela, sede del campeonato juvenil de esgrima centroamericano. El equipo cubano había ganado todas las estocadas, y cuando ya celebraban, por lo alto y en lo alto, allí donde no podían dar pelea, recibieron, del terrorismo despreciable pagado por Estados Unidos, la estocada final, artera, inesperada.

¿Qué pensamientos, qué imágenes, qué sensaciones poblarían sus memorias, minutos antes de la explosión?: ¿La patria añorada? ¿qué planes, qué esperanzas alimentarían las conversaciones antes del desenlace?

Tal vez sonrisas, abrazos, el beso de unos labios que aguardan temblorosos… Acaso en la Isla las miradas delataban quién sabe cuánta ansiedad, anunciando episodios de orgullo materno, del gritar, al recibirlo, «ese es mi hijo campeón».

Pero la frase fue ahogada por la tragedia. En suspenso quedaron las inocentes caricias, el deseo de saltar al cuello del papá, y contarle las cosas que aprendió los días que estuvo fuera. Nunca pudieron decirlo, ni aquellos escucharlos. ¡Cuánta ternura inconclusa! ¡Cuánto anhelo asesinado!

Y allá arriba, a unos 6 000 pies de altura, sobre el mediodía del miércoles de Barbados, Anécdotas, quizá, de la porfía por el oro juvenil acaparado en el centroamericano de esgrima, donde arrasaron. Comenzaba el ciclo olímpico; Moscú en el horizonte de cada uno de los 24 atletas, casi todos menores de 20 años. Cargaban con los sueños de escalar a la gloria a la vuelta de un cuatrienio, pero sus sueños fueron asesinados.

Con el aeropuerto de Barbados todavía a la vista, explotaba y se precipitaba al mar el avión de cubana. Caía la aeronave, a la par que 73 vidas ascendían al altar del recuerdo que levanta la indignación de un pueblo «enérgico y viril».

A ellos, y a las víctimas que les antecedieron, el mismo odio sumaría otros nombres. Entonces fueron 57 cubanos masacrados, y al cabo de la historia, hasta estos días, suman 3 478, todos a cuenta del rencor intolerante Made in USA.

Los autores del crimen de Barbados murieron impunes, premiados, estimulados. Hablaron con descaro, al amparo de las «libertades» que prodiga aquel imperio, paraíso de criminales. ¿Qué diferencia hay entre el golpe de pecho que dijeron entonces: «Pusimos la bomba, ¿y qué?», y la tranquilidad del tirador que ametralló la Embajada cubana en Washington, en abril pasado, cuando afirmó: «le habría disparado al embajador cubano»?

Más allá de las diferencias entre uno y otro suceso, ambos tienen en común el formar parte de las acciones violentas contra la mayor de las Antillas organizadas desde Estados Unidos en las últimas seis décadas,

En el caso del autor del ataque contra la Embajada, un jurado federal lo acusó en julio pasado de cargos por ataque violento contra un funcionario extranjero o local oficial con el uso de un arma mortal; y por herir o dañar deliberadamente los bienes pertenecientes u ocupados por un gobierno extranjero en Estados Unidos.

También fue imputado por el transporte interestatal de un arma de fuego y municiones con la intención de cometer un delito grave; y por usar, portar, blandir y descargar un arma de fuego durante un delito de violencia. Sin embargo, ninguno de los cargos presentados contra el agresor tipifica como terrorismo.

Bucarest, 6 de octubre de 2020

Corría el mes de octubre de 1976 en su sexto día. Caracas, Venezuela, sede del campeonato juvenil de esgrima centroamericano. El equipo cubano había ganado todas las estocadas, y cuando ya celebraban, por lo alto y en lo alto, allí donde no podían dar pelea, recibieron, del terrorismo despreciable pagado por Estados Unidos, la estocada final, artera, inesperada.

¿Qué pensamientos, qué imágenes, qué sensaciones poblarían sus memorias, minutos antes de la explosión?: ¿La patria añorada? ¿qué planes, qué esperanzas alimentarían las conversaciones antes del desenlace?

Tal vez sonrisas, abrazos, el beso de unos labios que aguardan temblorosos… Acaso en la Isla las miradas delataban quién sabe cuánta ansiedad, anunciando episodios de orgullo materno, del gritar, al recibirlo, «ese es mi hijo campeón».

Pero la frase fue ahogada por la tragedia. En suspenso quedaron las inocentes caricias, el deseo de saltar al cuello del papá, y contarle las cosas que aprendió los días que estuvo fuera. Nunca pudieron decirlo, ni aquellos escucharlos. ¡Cuánta ternura inconclusa! ¡Cuánto anhelo asesinado!

Y allá arriba, a unos 6 000 pies de altura, sobre el mediodía del miércoles de Barbados, Anécdotas, quizá, de la porfía por el oro juvenil acaparado en el centroamericano de esgrima, donde arrasaron. Comenzaba el ciclo olímpico; Moscú en el horizonte de cada uno de los 24 atletas, casi todos menores de 20 años. Cargaban con los sueños de escalar a la gloria a la vuelta de un cuatrienio, pero sus sueños fueron asesinados.

Con el aeropuerto de Barbados todavía a la vista, explotaba y se precipitaba al mar el avión de cubana. Caía la aeronave, a la par que 73 vidas ascendían al altar del recuerdo que levanta la indignación de un pueblo «enérgico y viril».

A ellos, y a las víctimas que les antecedieron, el mismo odio sumaría otros nombres. Entonces fueron 57 cubanos masacrados, y al cabo de la historia, hasta estos días, suman 3 478, todos a cuenta del rencor intolerante Made in USA.

Los autores del crimen de Barbados murieron impunes, premiados, estimulados. Hablaron con descaro, al amparo de las «libertades» que prodiga aquel imperio, paraíso de criminales. ¿Qué diferencia hay entre el golpe de pecho que dijeron entonces: «Pusimos la bomba, ¿y qué?», y la tranquilidad del tirador que ametralló la Embajada cubana en Washington, en abril pasado, cuando afirmó: «le habría disparado al embajador cubano»?

Más allá de las diferencias entre uno y otro suceso, ambos tienen en común el formar parte de las acciones violentas contra la mayor de las Antillas organizadas desde Estados Unidos en las últimas seis décadas,

En el caso del autor del ataque contra la Embajada, un jurado federal lo acusó en julio pasado de cargos por ataque violento contra un funcionario extranjero o local oficial con el uso de un arma mortal; y por herir o dañar deliberadamente los bienes pertenecientes u ocupados por un gobierno extranjero en Estados Unidos.

También fue imputado por el transporte interestatal de un arma de fuego y municiones con la intención de cometer un delito grave; y por usar, portar, blandir y descargar un arma de fuego durante un delito de violencia. Sin embargo, ninguno de los cargos presentados contra el agresor tipifica como terrorismo.

Corría el mes de octubre de 1976 en su sexto día. Caracas, Venezuela, sede del campeonato juvenil de esgrima centroamericano. El equipo cubano había ganado todas las estocadas, y cuando ya celebraban, por lo alto y en lo alto, allí donde no podían dar pelea, recibieron, del terrorismo despreciable pagado por Estados Unidos, la estocada final, artera, inesperada.

¿Qué pensamientos, qué imágenes, qué sensaciones poblarían sus memorias, minutos antes de la explosión?: ¿La patria añorada? ¿qué planes, qué esperanzas alimentarían las conversaciones antes del desenlace?

Tal vez sonrisas, abrazos, el beso de unos labios que aguardan temblorosos… Acaso en la Isla las miradas delataban quién sabe cuánta ansiedad, anunciando episodios de orgullo materno, del gritar, al recibirlo, «ese es mi hijo campeón».

Pero la frase fue ahogada por la tragedia. En suspenso quedaron las inocentes caricias, el deseo de saltar al cuello del papá, y contarle las cosas que aprendió los días que estuvo fuera. Nunca pudieron decirlo, ni aquellos escucharlos. ¡Cuánta ternura inconclusa! ¡Cuánto anhelo asesinado!

Y allá arriba, a unos 6 000 pies de altura, sobre el mediodía del miércoles de Barbados, Anécdotas, quizá, de la porfía por el oro juvenil acaparado en el centroamericano de esgrima, donde arrasaron. Comenzaba el ciclo olímpico; Moscú en el horizonte de cada uno de los 24 atletas, casi todos menores de 20 años. Cargaban con los sueños de escalar a la gloria a la vuelta de un cuatrienio, pero sus sueños fueron asesinados.

Con el aeropuerto de Barbados todavía a la vista, explotaba y se precipitaba al mar el avión de cubana. Caía la aeronave, a la par que 73 vidas ascendían al altar del recuerdo que levanta la indignación de un pueblo «enérgico y viril».

A ellos, y a las víctimas que les antecedieron, el mismo odio sumaría otros nombres. Entonces fueron 57 cubanos masacrados, y al cabo de la historia, hasta estos días, suman 3 478, todos a cuenta del rencor intolerante Made in USA.

Los autores del crimen de Barbados murieron impunes, premiados, estimulados. Hablaron con descaro, al amparo de las «libertades» que prodiga aquel imperio, paraíso de criminales. ¿Qué diferencia hay entre el golpe de pecho que dijeron entonces: «Pusimos la bomba, ¿y qué?», y la tranquilidad del tirador que ametralló la Embajada cubana en Washington, en abril pasado, cuando afirmó: «le habría disparado al embajador cubano»?

Más allá de las diferencias entre uno y otro suceso, ambos tienen en común el formar parte de las acciones violentas contra la mayor de las Antillas organizadas desde Estados Unidos en las últimas seis décadas,

En el caso del autor del ataque contra la Embajada, un jurado federal lo acusó en julio pasado de cargos por ataque violento contra un funcionario extranjero o local oficial con el uso de un arma mortal; y por herir o dañar deliberadamente los bienes pertenecientes u ocupados por un gobierno extranjero en Estados Unidos.

También fue imputado por el transporte interestatal de un arma de fuego y municiones con la intención de cometer un delito grave; y por usar, portar, blandir y descargar un arma de fuego durante un delito de violencia. Sin embargo, ninguno de los cargos presentados contra el agresor tipifica como terrorismo.

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