Uno de los crímenes más horrendos cometidos por el colonialismo español en Cuba fue, sin lugar a duda, el fusilamiento de los ocho inocentes estudiantes de Medicina, ocurrido el 27 de noviembre de 1871.
Teodoro Zertucha tenía 19 años cuando ocurrieron los funestos sucesos y no se encontraba allí aquella tarde. Lo entrevistaron en noviembre de 1946, a los 94 años de edad, cuando permanecía recluido en la sala Inclán de la Quinta Covadonga, en La Habana (hoy hospital Salvador Allende). Recordaba todo, o casi todo lo ocurrido con sus compañeros de clase.
Por unas amistades se enteró de que los voluntarios tenían cercados en un aula a sus compañeros. No obstante, decidió presentarse y correr la misma suerte que ellos.
Dijo Zertucha: «En el aula me enteré de que por la mañana el Gobernador y los voluntarios habían intentado detener al segundo curso de Anatomía, pero que su profesor, el doctor Sánchez de Bustamante, se había opuesto. Por la tarde regresaron, pero se dirigieron al aula del doctor Valencia, quien no opuso la más leve resistencia y dejó que nos detuvieran con su anuencia, entregando las listas de clase a las autoridades que las reclamaban.
«Un poco más tarde se nos trasladó a la cárcel, que estaba entonces en lo que es hoy la explanada de los Mártires. Por la puerta de Prado fuimos entrando directamente a la sala de la Audiencia y allí, en la misma mesa donde se decidirían horas más tarde la vida de ocho de los nuestros y el destino de los restantes, comimos aquella noche.
«Un celador entró a tomarnos declaración. Aquel hombre honrado nos confesaba que ignoraba de qué se nos acusaba, porque a juzgar por las declaraciones él no encontraba delito alguno por el que se nos pudiera juzgar. Después nos llevaron a la Jaula, que era un depósito de chinos, según íbamos declarando.
«El día que nos detuvieron era sábado. El domingo siguiente lo pasamos en la Jaula. De la calle llegaban rumores de que los voluntarios iban a pedir las cabezas de nosotros. Estábamos serenos. No habíamos cometido delito alguno. «Como a las siete de la noche de aquel domingo los voluntarios celebraban una parada. Una compañía del Quinto Batallón, al desfilar, gritó: “Mueran los estudiantes”».
LOS JUICIOS
«El lunes, –continúa el doctor Zertucha–, nos hicieron bajar. En un portal, adentro de la prisión, estaba constituido el Consejo de Guerra. Nos formaron. Escuchamos las acusaciones. No pudimos escuchar el discurso del capitán Federico Capdevila.
«Solo supimos que su defensa había excitado a los voluntarios, al extremo de que habían intentado matarle, y para evitarlo recurrieron a sus espadas tanto Capdevila como los demás miembros del Consejo de Guerra. La sentencia del Consejo aquel era arbitraria, pero no condenaba a ninguno a la pena de muerte. Por eso no satisfizo a los voluntarios. Y fue anulada. Vino el segundo Consejo de Guerra.
«En esta ocasión nos fueron llamando uno a uno, primero; después a todos juntos. Cuando me tocó declarar, el fiscal me preguntó qué sabía yo que habían hecho los estudiantes en el Cementerio. Yo respondí que lo ignoraba todo. Esa fue mi salvación.
«A los que eran un poco explícitos y declaraban alguna cosa sin importancia los declaraban culpables. Fue así como Alonso Álvarez de la Campa fue considerado responsable al confesar, ingenuamente, las infantiles actividades del carretón y el detalle sin importancia de que del jardín del cementerio él había arrancado una flor».
LA SENTENCIA
«Nos devolvieron a la Jaula –sigue relatando el doctor Zertucha–. Como a las tres de la tarde se escuchó un toque de silencio. El sordo rumor de la muchedumbre que en las afueras de la prisión rugía sin cansancio, fue acallándose lentamente.
«De la galera contigua a nosotros, los presos comunes que en la misma estaban y que por su proximidad a la calle podían observar mejor, nos trasmitían los detalles. Nos dijeron que fusilarían a uno. Las voces de la calle volvieron a rugir.
«Otro toque de silencio. Los presos nos comunicaron entonces que fusilarían a dos. Las voces volvieron a rugir. Otro toque de silencio y la muchedumbre de voluntarios y toques de silencio, fuimos enterándonos que se fusilaría a ocho... Consternados nos mirábamos unos a otros. ¿Quiénes de nosotros serían los elegidos para ser llevados al paredón?
«Esa era la terrible interrogación que nos hacíamos. La angustia nos colmaba todo y anulaba cualquier otro sentimiento... Había pavor en las almas. Habíamos perdido la fe en la justicia...
«Separaron primeramente a los cuatro que habían confesado que en el Cementerio, una tarde, habían tomado el carro donde se conducían los cadáveres de los pobres de solemnidad, para dar una vuelta por dentro del mismo Cementerio, mientras llegaba el profesor.
«Alonso Álvarez de la Campa fue también sacado. Había jugado con un rosal arrancándole una flor. Ese era todo su delito. Con él se completaban cinco. Los colocaron en una bartolina. Faltaban tres. Vimos entonces venir hacia la galera donde estábamos a un coronel de voluntarios, seguido de varios oficiales.
«Traía en las manos un papel. Leyó tres nombres. Uno era Bermúdez, sí, Anacleto Bermúdez. Otro era Marcos Medina. Del tercero no puedo acordarme ahora. Pero con esos tres completaban los ocho».
EL MOMENTO MÁS TERRIBLE
«Fue el momento más terrible de mi vida» –continúa explicando el doctor Zertucha–. Y después agrega: «Jamás olvidaré aquella despedida. Cada uno fue desembarazándose del reloj, de las prendas, del pañuelo y lo fue repartiendo entre los que allí estábamos».
«Hubo abrazos y hubo lágrimas... Los sacaron rápidamente y los reunieron con los otros. En la galera había un silencio sepulcral. Nos mirábamos como aterrados. Recuerdo perfectamente que yo estaba cerca de la puerta y los vi salir uno a uno, mientras en sus manos inocentes los voluntarios ponían esposas.
«Vimos entrar ocho curas. Eran los confesores. Media hora más tarde vimos salir a nuestros compañeros. Iban con las manos esposadas. Junto a cada uno de los condenados marchaba el confesor pidiendo al cielo que recibiese aquellas almas inocentes.
«Marcharon por entre una doble fila de voluntarios que los miraban indiferentes. Levantando las manos esposadas cuando pasaban por cerca de nuestra galera nos decían adiós. Iban serenos. Yo los vi ir...
«Escuchamos una descarga. Se había cometido el horrendo crimen... Yo tenía 19 años. Teníamos la suficiente cultura para no acusar a España de ese crimen, pero sí a los voluntarios que no eran España...».
LAS CANTERAS
«Apenas si el eco de los disparos se había perdido, aunque nosotros lo percibimos durante mucho tiempo y aún creo percibirlo yo, a pesar de los años, cuando el mismo coronel de voluntarios retornó a la galera. Leyó los nombres y las condenas. Yo tenía que cumplir cuatro años de presidio.
«A las cuatro de la mañana del 28 de noviembre ya estábamos camino de las canteras. El grito de venganza de los voluntarios se saciaba en nosotros con ímpetu brutal. Nos pusieron a cargar cantos. Estos medían una vara de largo por tres varas de grueso. Entre tres teníamos que cargarlos para colocarlos encima de una carreta. En lo alto, los guardias armados con rifles. Allí estábamos 31 estudiantes.
«A los tres meses nos sacaron de la cantera. En distintos departamentos fuimos repartidos. Unos fueron a la Quinta de los Molinos que era entonces residencia veraniega de los capitanes generales a trabajar como criados, barriendo y limpiando. Yo fui trasladado a la sastrería. Después ingresé en la banda del penal, valiéndome de que conocía un poco la flauta. Y allí fue donde la aprendí bien».
EN LIBERTAD
«Una mañana nos mandaron a formar. Eran las cuatro de la madrugada. Nos trasladaron, junto con la cuadrilla que iba a La Cabaña, al pescante de La Punta, donde los embarcaban. Allí vimos que además de la lancha para ese traslado, había otra de la Marina de Guerra. Además, junto al embarcadero había 25 hombres de infantería de marina y un cañón. Nos embarcaron. Con sorpresa para nosotros, nuestra lancha no se dirigió a La Cabaña, sino hacia la fragata de guerra “Zaragoza”, que estaba anclada en medio de la bahía.
«Los infantes de marina, con el cañón, nos seguían en otra lancha. Inmediatamente que estuvimos a bordo nos formaron. El comandante del barco nos informó que estábamos en libertad desde aquel momento, pero aun cuando no estábamos desterrados, nos suplicaba que no abandonásemos el barco y que desembarcáramos en cualquier lugar que no fuera Cuba.
«Yo fui a Barcelona. Allí terminé mi carrera. Después regresé a Bejucal, donde he ejercido hasta hace un año. El mismo día en que cumplí los 93 años, hice mi última receta».
Fuente: https://bit.ly/2Rijwau