Barack Obama tenía una política hacia Cuba. Decimos esto no porque prefiramos sus discursos de encantador de serpiente a la retórica burda de la Guerra Fría; los métodos sutiles a la agresión directa, al estadista que al novato.
Decimos que Obama tenía una política hacia Cuba porque tuvo el valor de reconocer que el bloqueo era una política fracasada que había causado daños al pueblo cubano y aislado a los propios Estados Unidos.
Porque si bien nunca dejó de buscar influir en los asuntos internos de Cuba y mantuvo la injerencia imperial que está impregnada en el Despacho Oval, puso el mínimo de respeto necesario para que Cuba se sentara en una mesa de negociaciones y se abriera la posibilidad de una convivencia civilizada entre los dos países a pesar de sus diferencias.
Lo que anunció el presidente Donald Trump el pasado viernes en Miami no fue un cambio de política, fue un triste y ofensivo ejercicio de politiquería.
Habló de lo que no sabía y dijo lo que quería oír el grupo de mercenarios, terroristas y vendepatrias reunidos en el teatro Manuel Artime de Miami, que lleva el nombre de un traidor que murió soñando con ver a los marines desfilar por el Capitolio.
Complació a dos legisladores de origen cubano, especialistas en la manipulación y el chantaje, en detrimento de los intereses y la opinión de la mayoría del pueblo estadounidense y de la comunidad cubana en ese país, que se reunió en las afueras del teatro a protestar por el retroceso en el acercamiento entre La Habana y Washington.
Y lo hicieron no porque sean partidarios del gobierno cubano, lo hicieron porque quieren lo mejor para sus familias en Cuba, para la nación que los vio nacer y en muchos casos les dio la educación con la que se abren camino del otro lado del estrecho de la Florida.
Trump se perdió en el laberinto que le dibujaron personajes que nunca han estado en Cuba y desconocen la realidad de la Isla.
Después de décadas de propaganda sobre cómo el gobierno cubano desconectaba a sus ciudadanos del mundo exterior y les impedía viajar, ahora es Washington quien pone muros para que los estadounidenses no puedan visitar Cuba.
A la ultraderecha de Miami le quita el sueño que cientos de miles de norteamericanos puedan ver con sus propios ojos la realidad de una isla a solo 90 millas de sus costas que les estuvo vedada durante el último medio siglo o que conversen libremente con su gente, se bañen en sus playas y prueben su ron.
Obama creía que sus ciudadanos serían los principales embajadores del modo de vida estadounidense. Nosotros, que el pueblo y la sociedad cubana, conocidos de primera mano, eran la mejor carta de presentación.
Tres días en La Habana o cualquier otro destino del país pueden ser suficientes para descubrir el engaño al que han sido sometidos los estadounidenses todos estos años. Aquí se encuentran con un pueblo que jamás ha sentido odio hacia sus vecinos, pero que le corre por las venas el amor por la patria de sus héroes y el antimperialismo de Playa Girón.
Las políticas, cuando tienen el apoyo de las mayorías, suelen pasar la prueba del tiempo; la politiquería rara vez supera el juicio siempre severo de la historia.