Según el último reporte oficial de las autoridades colombianas, el número de fallecidos tras la tragedia de Mocoa superó los 300, de los cuales 186 han sido identificados.
Solo tenía 13 años y despertó atrapada entre los restos de su casa, con el lodo y el agua hasta el pecho, luchando 72 horas por una vida que se le iba inexorablemente ante la mirada impotente de sus rescatistas. Se llamaba Omayra y era una adolescente colombiana de la ciudad de Armero, la que arrasó la erupción del volcán Nevado del Ruiz sepultando a 20 000 personas en noviermbre de 1985. Se intentó todo, pero fue inútil. Nunca perdió las esperanzas y la entereza no abandonó en ningún momento sus extenuados miembros. El fotógrafo Frank Fournier obtuvo la instantánea de una jovencita empapada, con los dedos color violeta y unos ojos hinchados pero expresivos, que rezumaban vitalidad entre la tragedia, enfrentando la cámara con la expresividad quemante del silencio.
Omayra no podría imaginar que, 31 años después, su país entrara en una nueva etapa.
La guerra que enlutaba a su tierra iba a terminar y un camino de reconciliación se abriría para desterrar la violencia, las desapariciones, la sangre. Su Colombia tendría retos a salvar. Los intentos por detener los procesos de paz, la inserción de los guerrilleros en la vida civil y la conversión de organizaciones armadas en partidos políticos no eran los únicos; también habría que afrontar un proyecto socioeconómico que eliminara la pobreza y respetara los derechos de los desposeídos para construir un futuro inclusivo, con justicia, sin escuadrones de paramilitares ni desplazados.
Tampoco podría prever que los desastres naturales se harían frecuentes. Según informaciones conocidas tras la tragedia, el gobierno colombiano había recibido informaciones, tres meses antes, sobre el peligro de la actividad volcánica cerca de Armero. Los augurios volvieron a pasar desapercibidos y este 1ro. de abril del 2017 la lluvia y el lodo golpearon a la ciudad de Mocoa, en el sur de Colombia, cercenando la vida de 290 personas.
HISTORIA DE UNA CATÁSTROFE ANUNCIADA
Si parafrasear la obra del gran escritor colombiano Gabriel García Márquez diera lugar a algún equívoco, lo sucedido en Mocoa no tuvo nada que ver con un nefasto capricho del hado atrapado en el silencio cómplice de los «posibles» culpables. Según Marcela Quintero: «Desafortunadamente en Colombia no tenemos una buena evaluación de los riesgos o buenas políticas de uso del suelo que prohíba a la gente establecerse en áreas como esta». La investigadora del Centro Internacional de Agricultura Tropical del país andino, una de las instituciones que extendió la emergencia, declaró a la agencia AP que se unió a otros colegas para subrayar que «Mocoa era más vulnerable por su ubicación, ya que se encuentra en la confluencia de algunos ríos en la región subtropical del Amazonas. Los peligros se han incrementado por la tala de árboles en terrenos que son usados para la cría de ganado y la agricultura, lo cual ha provocado que no tenga una barrera que la proteja de inundaciones y derrumbes. Luego vino la llegada de nuevos habitantes, muchos de los cuales huían de la violencia derivada del conflicto armado entre el gobierno y la guerrilla».
Lo peor no fue la desidia, la sordera de las autoridades departamentales, incluso ni la ignorancia de los que desoyeron las advertencias y construyeron sus casas en zonas sensibles a grandes inundaciones; lo peor fue la negligencia sostenida que convirtió en letra muerta un informe del Ministerio de Agricultura que, desde 1989, proponía tomar medidas de contingencia para evitar grandes riadas. La sabiduría popular que tan famoso hizo a Sancho Panza e inmortalizó a los montaraces de Macondo se impuso para suerte de unos pocos. Una mujer de 68 años siguió una desacostumbrada corazonada y evitó el alud. «Esa noche me dormí como siempre a las siete, pero a las nueve me desperté con esa sensación: ¿será que esta vez sí llega la avalancha?», contó a los reporteros Deya María Toro. Un sacerdote camina agitado de un lado a otro. Cambió su sotana, salpicada de barro, por una ropa más cómoda. «Me llamaron “paranoico”, dice a la estación radial La FM, cuando hace tres años les dije a los funcionarios locales que el río Taruca se estaba desbordando hacia los terrenos de las personas y pronto podría salirse del cauce… Esto era una tragedia anunciada y las autoridades no hicieron lo que debían», apostilló.
Y lo peor sobrevino súbitamente. Los pobladores todavía acarrean maderos e intentan mover grandes peñascos, un tanto sobresaltados ante la probabilidad de encontrar más despojos. Mezclados con los civiles, los soldados del Ejército Nacional colombiano se hunden hasta los muslos en el fango y echan su suerte en largas horas de trabajo, de búsqueda y rescate, junto a bomberos y rescatistas. La catástrofe los unió sin armas en un compromiso por restañar las heridas físicas y espirituales. También las FARC-EP se brindaron para arremangarse la camisa. El jefe negociador de ese grupo guerrillero afirmó que sus efectivos estaban a tres horas de Mocoa, listos no solo para reconstruir la ciudad, sino para participar en las labores de rescate, junto a lugareños y soldados. «Nos solidarizamos con las familias que han quedado sin nada. Estamos dispuestos a contribuir en lo que más podamos», dijo la guerrillera Marta Suárez, a la espera junto a sus compañeros de que el gobierno autorice que abandonen las zonas de concentración para el desarme.
Todo proceso es perfectible, en tanto la voluntad conlleve progreso y no abulia. La mayoría de los colombianos asumen con entereza el amargo camino de la cura, pasando por alto las diferencias y concentrándose en las equivalencias –así lo hicieron años atrás naciones como Sudáfrica y Angola–, pero ante los embates de la naturaleza, solo un sistema de alerta, de manejo y gestión de catástrofes, una mayor responsabilidad en el uso de suelos, así como una adecuada redistribución territorial y un compromiso inalienable hacia los menos favorecidos, podrá evitar que se cumplan las peores profecías. Cualquier vida humana vale más que la mayor de las fortunas, decía el Che, y de su cuidado es responsable un gobierno de, con y para la mayoría.
Lo contrario sería derribar lo construido, sería enfermar una paz que está creciendo, sería enlodar con estiércol la memoria de muchos. Desde la distancia del tiempo nos escrutan los ojos de Omayra y parecen decirnos, desafiantes y cuestionadores, con la voz de toda una humanidad: «Basta… hay que echar a andar».