Testimonio de un cubano en el aniversario 73 de las relaciones entre Cuba y la UNESCO

Desde niño, aquellas siglas llamaron poderosamente mi atención. Cierto que en casa de mis abuelos maternos se recibían y coleccionaban dos publicaciones que resultaron fundamentales para el acercamiento: “El Correo de la Unesco”, y el “Boletín” que editaba la Comisión Nacional Cubana.

Incluso sin entender la mayoría de los artículos ‒por razones de edad‒, me seducían las imágenes, el empaque y la propia concepción gráfica de esas revistas, a pesar de la sobriedad que distinguía a la segunda.

Ya en mi adolescencia tuve el privilegio de conocer a Alfredo Guevara, quien además de pilar de nuestra industria cinematográfica, durante una década había sido representante de Cuba ante esa organización con sede en París, como antes lo fueron otros intelectuales de raigambre política, fascinantes y diversos: el anarquista Orestes Ferrara (hasta el triunfo de la Revolución), y el martiano Juan Marinello.

A través del testimonio de Alfredo, terminé enamorándome del apostolado que, con enérgica y sincera convicción, defiende la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura desde su constitución, al término de la Segunda Guerra Mundial.

Provechosos resultarían también mis diálogos con otros intelectuales que, desde la jerarquía de embajadores de Cuba en Francia, aportaron a su orgánico funcionamiento. Me refiero al difunto Harold Gramatges, y al eternamente vital Raúl Roa Kouri.

Luego, muchos granitos de arena a mi comprensión sobre el papel desempeñado a lo largo de su historia los debo al hispanista francés Paul Estrade, un erudito que desde hace sesenta años defiende en cualquier tribuna a su alcance los ideales soberanos de mi patria.

Ahora bien: debo admitir cómo en los últimos años de alguna manera la vida premió mi identificación, aquella fidelidad de naturaleza infantil.

Primero, en calidad de periodista, pude acompañar las dos visitas oficiales (2012 y 2017) que realizó al Centro Histórico de La Habana la búlgara Irina Bokova, primera mujer en ocupar el cargo de directora general, para el cual fue relegida.

Y no olvido su otra estancia en septiembre de 2015, cuando después de pronunciar un hermoso discurso, entregó la medalla conmemorativa por los 70 años de la Unesco al Historiador de la Ciudad, a quien consideró “un símbolo para la organización, un ilustrado humanista y hombre de su tiempo, un vector de conocimiento, un puente que conecta los países por la vía del diálogo para conocernos mejor y resolver nuestros conflictos, en defensa del patrimonio…”

Por muchas razones, la empatía de esta dama hacia mi país y en particular hacia mi maestro, me conecta con la huella de uno de sus predecesores más ilustres: Federico Mayor Zaragoza, quien rigió los destinos de la organización entre 1987 y 1999.

Actual presidente de la Fundación Cultura de Paz, a sus envidiables 86 años don Federico continúa pendiente de la Isla y atesora memorias dichosas de sus viajes, donde ocupan un lugar cimero las caminatas por la vieja Habana y el instante en que Fidel Castro colocó en su pecho la Orden José Martí, la más alta distinción que concede nuestro Estado.

Además de evocarlo con frecuencia por su vida ejemplar, contagioso optimismo, creatividad y sabios consejos, me enorgullezco de haber recibido toda su obra ensayística y poética con generosas dedicatorias, y mantengo vivo el recuerdo de nuestros encuentros en su despacho de la madrileña calle Vitruvio.

Mención aparte merecen mis visitas a la Maison de l'Unesco, en el séptimo distrito de París, el saludo a la francesa Audrey Azoulay y el chileno Ernesto Ottone, directora y subdirector en funciones, así como el honor de poder presentar en la Sala Miró el libro “Pour ne pas oublier”, en junio del año pasado.

Pero si aquello fue la gloria, en 2018 una estampa diferente quedó registrada en mis anales peripatéticos: al finalizar la presentación de la Ruta de la Rumba (declarada Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad), yo, que no ya bailar, sino que ni siquiera atino a dar un paso, poseído por la emoción patria y con ínfulas de Tata Güines subí al estrado y moví el cuerpo incómodo al ritmo de Timbalaye.

Por cierto, la otra arista delirante de esa jornada sucedió al momento de mi entrada en el salón de plenarias, para no variar, diez minutos tarde: automáticamente, todos los miembros de la delegación cubana ‒encabezada por Gladys Collazo, directora del Consejo Nacional de Patrimonio Cultural, y Miguel Barnet, presidente de la Uneac‒ pusieron los ojos como goldfish telescópicos y comenzaron a murmurar si yo era un fantasma o de verdad había aparecido por allí. ¿Se acuerdan, Luisa María González García y José Miguel Capdevila Olangua?

Un último detalle pintoresco, antes de retomar el tono formal que debe imperar en esta semblanza: cuando estuve por primera vez en la residencia de nuestros delegados permanentes en París, Dulce María Buergo, entonces anfitriona, se sorprendió de que yo conociera al detalle cada rincón de aquel apartamento con una vista fabulosa de la Torre Eiffel.

Ni misterio, ni vocación pitonisa: mi fraterno Alfredo Guevara, quien a principios de los ochenta lo alquiló, me había descrito ese piso con tal minuciosidad que pude encontrar sin aprietos el baño de visitantes, y hasta auxiliar como pinche de cocina a Manlio, el carismático marido de la embajadora, que tiene instinto de chef.

Llegados a este punto, quienes me leen se preguntarán a qué viene el recuento. Pues bien: en ocasión del Festival Internacional Timbalaye 2020, ayer se efectuó un coloquio virtual en el que dos compatriotas queridas sumaron méritos a nuestra diplomacia.

Mañana, 29 de agosto, se cumple el aniversario 73 de la adhesión de Cuba a la Unesco, y París vuelve a ser epicentro del amoroso compromiso de esta islita del Caribe con tradición insumisa, en pro de los más nobles desafíos de la cultura.

Entonces, desde una Habana abrumada con el rebrote de la pandemia maldita, este servidor formula los mejores votos por la pervivencia de la Unesco y los valores que ella encarna, tal vez más necesarios que nunca para enfrentar con serenidad y grandeza los embates de la hora actual.

Aprovecho también para aplaudir la gestión de mi amiga Yahima Esquivel, nuestra joven y talentosa embajadora. En ella tiene Cuba una garantía de la más excelsa continuidad.

Tomado del perfil en Facebook de Mario Cremata Ferran

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