Por Marcela Pérez Silva, embajadora de Nicaragua en el Perú
Corre el año de 1895 y "justo el 18 del mes de mayo" comienza la vida en Niquinohomo, el Valle de los Guerreros, cuando de la Margarita Calderón nace este cipote, que habrá de llamarse Augusto y también Nicolás (que nunca César) que por un rato Calderón y, para siempre, Sandino. Al día siguiente, como aceptando el relevo, en la isla de Cuba, en Boca de Dos Ríos, peleando cae José Martí. Peleando, como había vivido: por tener patria, por hacerla nacer, por inventarla, por redimirla.
Augusto y José: valientes, masones, patriotas hasta la médula de los huesos, lo que la biología no les dio en estatura, se los dio la historia. Obligados ambos, al destierro: este, por defender a su madre; aquel, a su tierra esclava: desde lejos la descubrieron mayor. La patria no acababa en el límite de sus comarcas, era toda la América mestiza: Nuestra América. Y se hallaba amenazada por el norte voraz. Y en defenderla se les iría la vida: las breves e intensas vidas que les tocó vivir. Los dos morirían de bala, de amor. Su tierra entera, entonces, habría de volverse para ellos, sábana de hilo, colchón de plumas, flor y mortaja, bandera. Sandino y Martí serán para siempre, el balazo en el pecho de la patria, su conciencia luminosa, su identidad de nación.