Ley Helms-Burton: ¡Le zumba el mango!, Mr. Harper

Cuando míster George K. Harper decidió invertir en el cultivo del arroz en el sur de La Sierpe, acudió a tiro hecho. Sería un negocio redondo. Hasta los oídos del estadounidense habían llegado las noticias de la calidad del cereal cosechado en la zona; tiempo después, a inicios de 1950, ya estaba sentado frente a frente con representantes de la Sucesión Valle Iznaga, dueña de gran parte de las tierras de la actual municipalidad espirituana.

Dicen que para distender la plática Mr. Harper cedió una cajetilla de Marlboro a sus interlocutores, y solo cuando el envase rojinegro estuvo casi vacío, llegaron a un acuerdo: él se quedaría con 200 caballerías en la región —incluidas áreas de Peralejos y Romero—, canjeadas por propiedades que poseía el norteamericano en Pinar del Río.

—We did an excellent business.

Con la victoria retratada en el blanquísimo rostro, Mr. Harper tomó entre sus manos su sombrero tipo vintage y partió, no sin antes dejar otra Marlboro sobre la mesa de caoba de los latifundistas.

A la postre, Mr. Harper inició la preparación de los terrenos; como novedad, construyó un secadero para el grano en Romero. Algunas caballerías las destinó al desarrollo del ganado vacuno, y así completó sus inversiones en la comarca, donde encontró, por supuesto, mano de obra barata.

Con apego a la ley

Para diciembre de 1958, no solo la suerte del dictador Fulgencio Batista estaba echada, gracias al constante empuje del Ejército Rebelde, liderado por Fidel Castro, con el aporte de otras fuerzas revolucionarias. Los inversores foráneos también tenían en veremos sus negocios en Cuba.

Ningún ardid de la administración de Estados Unidos pudo abortar el triunfo; ni el golpe de Estado militar ni el gobierno provisional… Toda maniobra quedó pulverizada; la Revolución cubana se afianzó y actuó. En virtud del Programa del Moncada, el primer ministro Fidel rubricó la Ley de Reforma Agraria el 17 de mayo de 1959, que proscribió el latifundio y pasó al Estado las propiedades de terratenientes cubanos, así como de compañías y ciudadanos extranjeros, mayormente de EE. UU. Entre los que hicieron las maletas y pusieron un pie en el avión de retorno al país norteño se encontraba Mr. Harper.

El Gobierno Revolucionario cubano obró acorde con el Derecho internacional, si se considera la Resolución Especial No. 626, de la Asamblea General de las Naciones Unidas, suscrita en 1952, cuyo contenido proclama “el derecho de los pueblos a disponer libremente de sus riquezas y recursos naturales y a explotarlos libremente, dado que es un imprescindible derecho soberano y responde a los objetivos y principios de la Carta de Naciones Unidas”. El propio documento establece “la compensación con arreglo a las normas en vigor en el Estado que adoptara esas medidas, en ejercicio de su soberanía y en conformidad con el Derecho Internacional”.

Veintidós años después, la Asamblea General sancionó la Resolución No. 3 281, donde se lee: “el Estado tiene derecho a nacionalizar, expropiar, o transferir la propiedad de bienes extranjeros, en cuyo caso el Estado que adopte esas medidas deberá pagar una compensación apropiada”.

En cuanto a este último aspecto, las autoridades norteñas nunca admitieron las propuestas de Cuba para compensar a los dueños con bienes nacionalizados, como sí las aceptaron las de países como Gran Bretaña, Canadá, España, Francia y Suiza.

En su libro Ideología y Revolución: Cuba, 1959-1962, la doctora María del Pilar Díaz Castañón expone que hasta septiembre de 1970 la Comisión de Ajuste de Reclamaciones Extranjeras de los Estados Unidos, de Washington D.C., recibió 8 765 demandas —algunas fueron rechazadas, otras reducidas y unas pocas aumentadas— por pérdidas de corporaciones e individuos norteamericanos en la isla, entre ellos George K. Harper, quien, en específico, reportaba afectaciones por 1 643 535.03 dólares.

Las reclamaciones ascendían de manera total a 3.5 billones de dólares, sin incluir ciertas firmas importantes estadounidenses y ciudadanos con propiedades activas antes de 1959 en Cuba que no formularon ninguna demanda.

Además de las resoluciones de la ONU, dos instrumentos jurídicos más sustentaron la actuación de la naciente Revolución. Por un lado, la Ley Fundamental de la República, aprobada en febrero de 1959, la cual retomó ideas esenciales de la Constitución de 1940, que instituyó la expropiación forzosa por causa de utilidad pública e interés social (artículo 24) y proscribió el latifundio (artículo 90). Por otra parte, se apoyó en la Ley No. 851, del 6 de julio de 1960, que normó los modos de indemnización.

Tal como sostiene la historiadora espirituana María Antonieta Jiménez Margolles (Ñeñeca), además de las nacionalizaciones, el Gobierno procedió a la confiscación de bienes defraudados a los fondos públicos, y para ello creó el Ministerio de Recuperación de Bienes Malversados, dirigido por el cabaiguanense Faustino Pérez.

Al decir de los expertos, la confiscación se desmarca de las nacionalizaciones y no presupone la compensación, que reclamarían hoy cubanos residentes en Estados Unidos, al amparo del Título III de la Ley Helms-Burton, activado el pasado 2 de mayo por la administración del presidente Donald Trump.

Ese apartado de la legislación acuña la posibilidad de que nacionales estadounidenses promuevan una acción en el sistema judicial norteamericano contra personas y entidades de terceras naciones que inviertan en Cuba en propiedades nacionalizadas y, a la par, otorga autoridad de reclamantes a cubano-americanos que eran ciudadanos cubanos cuando las propiedades fueron nacionalizadas, lo cual contradice el Derecho Internacional.

Los dueños de La tomatera

A mediados de la década de los 50 de la centuria anterior, la noticia pasó de boca en boca por la región: una compañía estadounidense, que terminaría llamándose Cotton and Masson, fomentaría el cultivo del tomate en Peralejos.

La Historia del municipio de La Sierpe, volumen inédito, recoge que la primera adquisición fue de 30 caballerías, pagadas a 200 pesos cada una como arrendamiento por los norteamericanos, quienes apelaron a Charles Morris, nativo de Trinidad y Tobago, como intérprete para sus menesteres.

Nacía lo que los lugareños denominaron La tomatera, en cuya puerta de entrada —asegura el texto— se amontonaban a veces cientos de personas, recibidas por Morris, encargado de escoger la cantidad necesaria de obreros por día, no sin antes cobrarles 20 centavos per cápita debido a la gestión del contrato. Las jornadas se pagaban a razón de 2.46 pesos a los hombres y 1.67, a las mujeres.

“Nosotras hacíamos de todo: deshijábamos, recogíamos tomate, lo envasábamos”, rememora Elba Linares, ajena hoy a que buena parte de la producción se exportaba hacia el sur de la Florida.

La notoriedad de La tomatera rebasó las fronteras locales, al punto de ser visitada por Batista, acogido con pompas por los propietarios estadounidenses, los que le manifestaron su respaldo al gobernante, quien, en general, les dio las llaves de la economía cubana a los monopolios extranjeros, en lo fundamental de EE.UU.

Aquí pensaban seguir…

Aquí pensaban seguir/ tragando y tragando tierra… De este modo, el cantautor Carlos Puebla describió cómo la isla era engullida por el capital foráneo y los corruptos gobiernos de turno; pero, él también advirtió: Y en eso llegó Fidel

Al igual que en el resto de Cuba, el proceso de nacionalización aconteció en lo que sería luego el actual municipio de La Sierpe y, en consecuencia, las grandes extensiones de arroz, ganaderas y de otros cultivos en manos estadounidenses y de latifundistas nacionales pasaron a formar parte, primero, de cooperativas, y después, de las granjas del pueblo.

Particularmente, el área donde se construyó la comunidad de La Sierpe pertenecía a la finca Piloto, dedicada a la ganadería, cuyo dueño —de apellido Talavera— abandonó el país posterior a 1959. Hasta ahora, no se conoce si él —de estar aún vivo— o sus descendientes han interpuesto demanda en una corte federal de EE. UU. bajo la tutela de la Helms-Burton. “Realmente, nunca he pensado que alguien pueda reclamar la propiedad de este lugar o que le den dinero por eso. Quien lo pida está loco, loco”, alega Bárbara María Pérez, residente en el poblado.

Esa inviable demanda la podrían establecer, igualmente, los familiares de Francisco del Valle —poseedor también de la ciudadanía estadounidense—, dueño del central Natividad, uno de los 36 ingenios azucareros nacionalizados el 6 de agosto de 1960.

Para ese entonces, la familia Valle Iznaga poseía vastas extensiones de tierras, gran parte hoy patrimonio de la Empresa de Granos Sur del Jíbaro y sus bases productivas, que abarca, asimismo, áreas nacionalizadas a norteamericanos que vinieron a coger allí mangos bajitos.

Por ello, cuando el usufructuario Ricardo Pérez, enfrentado cada día al jején, al fango y a otras vicisitudes en el cultivo del arroz allá en Peralejos, supo que Mr. Harper o sus herederos podrían reclamar la indemnización por esas tierras, profirió criollamente: “¡Le zumba el mango!”.

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